La mendicidad
Por: Gustavo Páez Escobar
Uno de los signos de la prosperidad es la mendicidad. Por los ríos revueltos de las grandes ciudades, bajo el vértigo del progreso y el clamor de la vida ostentosa corre la miseria con sus pies aporreados por la vida y el alma anhelante. Al lado del saco colmado de oro, habrá el mendigo con la mirada quebrada por el infortunio. Frente a la mesa del opulento, el hambre de quien nada tiene se hará más voraz y será menos satisfecha, pues los cubiertos no alcanzan sino para unos pocos.
Ante el vehículo deslumbrante, movido por manos enguantadas y oloroso a esencias francesas, pasará descalzo y aterido el transeúnte anónimo que no conoce otros tapices que la tierra recalentada por el sofoco, ni otros olores que la densidad de su angustia.
El mundo se embrutece entre festines, derroches, placeres sin límite, copas sin fondo. La humanidad danza al impulso del arrebato, consume tabernas de un solo sorbo, quema billetes en una noche de frenesí, acciona ruletas alocadas, se satura de sexo, y nunca se sacia. En un rincón, en el trasfondo de estos exaltados exhibicionismos, el niño con hambres atrasadas morirá antes de que la copa termine de apurarse o las sobras de la mesas colmadas se lancen a los perros.
Ayer, en un programa de televisión, Pacheco enfocaba sus cámaras por la carrera séptima de Bogotá y a su paso iba surgiendo un dantesco espectáculo de miseria. Por donde quiera que escarbara, saltaban calamidades. Una señora, con 71 calendarios a cuestas, mostraba unas frutas que nadie compraba y que eran su única posibilidad de sustento.
Más adelante, una muchacha, con una juventud increíble, exhibía sus fatigas en medio de pujantes edificios, solo sostenida por la presencia de cinco hijos destrozados por la desnutrición. En otro ángulo, un vejete, taciturno entre las sombras de su ceguera, sostenía su incapacidad contra la indiferencia del mundo veloz, dicharachero, torpemente entusiasta, que reclamaba su derecho a la vía sin importarle la desproporción de la existencia atrofiada.
Aquí, en Armenia, ciudad premiada por las excelencias del grano milagroso que todos los días hace más ricos a los productores, aunque más pobres a los consumidores, la población indigente sacude sus lacras y esconde su dolor. Son legiones errátiles de jóvenes y ancianos que recorren de sol a sol las calles de la abundancia en demanda de un trozo de pan, de un poco de compasión. Es un cuadro infamante en medio de la ciudad que se dice rica.
La prosperidad solo alcanza para unos pocos. Al lado de los cafetales teñidos por el signo del dólar, se levanta la niñez con insuficiencia de proteínas y languidece la ancianidad para la que no beneficia el aroma de las cosechas. El café, ese azote social que bendecimos porque produce divisas, y levanta escuelas y arma infraestructuras, tiene el apabullante poder de hacer más visibles las heridas.
El pie descalzo, en todos los ámbitos de la tierra, se vería menos desprotegido si no se acentuara tanto la desigualdad ante el que derrocha la riqueza entre fruslerías y viajes interoceánicos. El hambre sería menos hambre si no se viera estimulada por el hartazgo, por el desborde de apetitos contumaces que solo miden la propia satisfacción y se olvidan de los estómagos vacíos.
El mundo aspira, con todo, a ser feliz. Predica fórmulas doctorales, lanza tratados sofisticados para que las naciones no se destruyan unas contra otras, para que los ánimos se desarmen en esta hora de la animadversión universal. Pero no se detiene en consideraciones elementales. No distingue el estómago vacío del organismo rebosante. Las distancias crecen, se vuelven monstruosas cuando se tocan los extremos.
Ahora, cuando irrumpe la Navidad y todo se vuelve fosforescente, hasta la miseria, y por más que sepamos que existen vacíos inllenables y males que no tienen cura, acaso no resulte superfluo explorar ciertas verdades y ciertos abismos sociales.
El Espectador, Bogotá, 14-XII-1976.
Aristos Internacional, n.° 36, Alicante, España, octubre/2020.
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Comentarios
Lo felicito por su maravilloso artículo. Para bien de Colombia, ojalá podamos seguir leyéndolo. Mario Floyd, Buga.
El texto es una lamentable radiografía de la realidad. Quiera Dios que muchos hagamos algo para disminuir tanta injusticia. Como dijo Díaz Mirón, poeta mexicano: “Nadie tendrá derecho a lo superfluo, mientras alguien carezca de lo estricto”. Jaime Suárez Ávalos (en Aristos Internacional, Alicante, España, octubre de 2020).