El Cristo contemporáneo
Por: Gustavo Páez Escobar
La Iglesia, a través de los siglos, ha estado sometida a dificultades de diverso orden y contra ella no solo han atentado fuerzas extremas sino que también han surgido voces divergentes que desde sus propios predios han pretendido sembrar la confusión y dispersar la fe. Los movimientos subversivos han tenido un lánguido final y, para bien del inmenso número de católicos extendido por todas las latitudes del orbe, ha sido derrotada la incertidumbre siempre que se ha intentado menoscabar, con insensatez, los sólidos cimientos sobre los que está montada nuestra religión.
Esta pujante Iglesia, capitana de borrascas y la única brújula segura dentro de las vicisitudes de un mundo confuso como el que se desliza por las postrimerías del siglo veinte, representa la respuesta a tanta perturbación del espíritu en tiempos como los actuales movidos por agudas crisis morales. La humanidad, tambaleante en medio de errátiles y peligrosas filosofías, e instigada por los mensajeros del desastre que solo buscan la confusión de la conciencia para implantar el caos, no puede perder la fe en los seculares principios éticos que sostienen el equilibrio del mundo.
Acaso se argumente que en ciertas materias no ha contemporizado la Iglesia con la evolución de los tiempos, pero no hay duda de que los fundamentos básicos se mantienen inconmovibles como pilares contra la desesperanza. Temas como el control de la natalidad, el divorcio, el celibato de los sacerdotes representan sin duda escollos que hacen abrigar temores frente a los conflictos de los tiempos modernos, empujados por el sello de esta época que ha variado algunos moldes tradicionales del comportamiento.
La época actual, asediada por la duda y el descontento y acosada por los problemas de una generación en constante crisis de valores y por las penurias físicas del mundo menesteroso, está sujeta a las arremetidas extremistas de quienes predican tiempos mejores pero sin ofrecer las fórmulas para lograrlo.
Guerras, hambres, desproporciones sociales, falta de oportunidades para llevar una vida digna son graves interrogantes que se le presentan al mundo y se quedan sin respuestas adecuadas. Ante tales fermentos de insatisfacción surgen proclamas encendidas que pretenden, con el apoyo de teorías marxistas, que tampoco aportan los remedios, desviar el cauce de instituciones tan respetables como la Iglesia Católica.
Hemos visto en los últimos días a religiosos comprometidos en movimientos rebeldes, secundando oscuros propósitos contra el Estado, con la falaz promesa de cambiar las estructuras vigentes y solucionar todos los males. Se habla de armas y pertrechos hallados en su poder y del indicio de estar sirviendo de enlace de grupos sediciosos empeñados en la caída de las instituciones democráticas.
El categórico y oportuno pronunciamiento del clero colombiano despeja el camino y fija la orientación que se necesita. Han sido descalificados los sacerdotes rebeldes y se ha dado duro golpe contra quienes pretendan atentar contra el orden. La violencia solo trae violencia y no es con la fuerza bruta como se imponen las ideas. Si con tales gritos de rebelión se consiguiera la paz del mundo, ya estaríamos matriculados en causas como las que siguen estos clérigos sueltos. La verdad no se logra con las armas.
Resulta confortante que en medio de estos vientos confusos se escuche la voz de la Iglesia condenando la insensatez. La seguridad del Estado debe protegerse con los medios consagrados en las leyes. Queda muy bien definida la presencia de la Iglesia en los trastornos del momento al afirmar que ella no puede ser ni pasiva ni subversiva.
Su estructura, sujeta a los ajustes que impone el proceso de los días, debe responder a las esperanzas de la humanidad. En los estados de angustia e incertidumbre hay que volver los ojos a Cristo, el Cristo contemporáneo que no puede permanecer pasivo ante los afanes del hombre, pero que tampoco enseña la subversión como camino para solucionar los infortunios del mundo.
El Espectador, Bogotá, 6-XII-1976.