El retrato de monseñor
Por: Gustavo Páez Escobar
Puede decirse que Adel López Gómez traduce al cuento todas las vivencias. En su columna de La Patria desgrana sus emociones estéticas en finas piezas que va fundiendo, casi insensiblemente, al gran cuaderno de su vida. Los protagonistas de sus relatos adquieren forma, se entrelazan y forjan su dimensión dentro del ancho mundo cotidiano de su pluma infatigable.
Se ha hecho imprescindible, como algo esencial, la pulsación diaria de este maestro de la literatura. La Patria, que durante largos años lo cuenta entre sus colaboradores preferidos, no parece completa cuando está ausente su columna.
Diríase que es tonificante ejercicio mental que lo lleva a tramar la vida en tono de cuento. Adel López Gómez ha venido, de escalón en escalón, desde sus primeros años y hasta hacerse maestro, enhebrando sus impresiones en relatos perseverantes, trabajados a fuerza de duras disciplinas y siempre con el ojo inquieto y la mente lúcida. Atestigua su itinerario una obra inmensa, plasmada hoy en cerca de veinte libros y en innúmeros artículos dispersos en periódicos, revistas y todo género de publicaciones literarias.
Hombre de hondas convicciones humanísticas, no se ha conformado con ser testigo de su tiempo, sino que ha hecho de su existencia y de cuanto gira en derredor suyo un universo movido por el ímpetu de su voluntad subyugante. Edifica, en esta hora materializada, encontrar aún precursores del espíritu que no desfallecen en la búsqueda de lo sobrenatural.
Esa vida interior, complementada con las dotes del caballero perfecto, es la que aflora en todos sus escritos. El hecho común lo convierte en motivo de inspiración para presentar el ángulo digno o la faceta proclive que escapan al ojo profano y que solo el buen observador —el fotógrafo de los tiempos— logra transformar con el recurso de la palabra.
El mundo sería despreciable si no existiera el escritor. No pasaría de ser una sucesión de hechos desabridos y experiencias inútiles. Adel López Gómez, cuentista por esencia, maestro de la palabra, no se arredra ante el hecho trivial, y con el prodigio de su imaginación vuelve luminosas las asperezas de la vida.
Es retratista afortunado de su terruño. Buena parte de su obra se desenvuelve en los marcos de las tierras cafeteras, donde ha vivido y soñado, y en las incursiones por los caminos vernáculos hace reventar el ámbito campesino, tan entrañablemente suyo, donde cada atardecer es un poema y cada muchacha de la tierra el testimonio de una Colombia grande. Allí, al lado de las matas rendidas por la exuberancia y del obrero que empuja con sudores la prosperidad de la patria, suelta a sus personajes al trote con la grandeza agrícola, entre gozos y sufrimientos.
Lo apasiona la aldea, pero también penetra con algo de recelo en los vericuetos urbanos, y con amplio enfoque de los problemas del hombre inyecta en sus fábulas los vientos huracanados de la ciudad.
En los límites de la ciudad y el campo discurren los 42 relatos de su último libro, El retrato de monseñor, que acaba de salir bajo el auspicio del Banco Comercial Antioqueño y con el sello de Quingráficas. Son piezas trabajadas en el sosiego de su fructífera trayectoria literaria, que entran a engrandecer el patrimonio cultural del país. Se conjugan, en un solo jalón, tres hechos significativos: el del banco preocupado por el avance cultural, el del escritor que le brinda al público otro acopio de inspiración, y el de la casa impresora de Armenia que sigue poniendo en alto su talento artístico.
Son personajes extraídos de distintos ambientes, que remedan los rasgos, costumbres y vicios de la sociedad, captados por la lente del sociólogo. Quedan en evidencia, una vez más, las condiciones cuentísticas, de sobra conocidas, de este profesional de la palabra.
El Espectador, Bogotá, 15-XI-1976.
La Patria, Manizales, 18-XI-1976.