¿La universidad para qué?
Por: Gustavo Páez Escobar
El cierre de la Universidad Nacional no parece coger de sorpresa a nadie, menos a los estudiantes. Hasta última hora, según declaraciones oficiales, se hizo lo posible por evitar el desorden, pero la intemperancia de un grupo de exaltados no permitió, para la mayoría, salvar el semestre. Ya conocemos los contornos de siempre: primero pequeñas manifestaciones en los predios de la Ciudad Blanca; luego la provocación a las autoridades; más tarde el incendio de vehículos, y finalmente la anarquía.
Esta vez se le puso nuevo ingrediente, acaso más novedoso pero no menos sintomático de lo que sucede: fue descubierta una célula perteneciente a uno de los movimientos sediciosos del país. Y como es normal dentro del caos estudiantil, la obcecación de unos cuantos expertos en montar pequeñas revoluciones al amparo de nuestra excesiva democracia llegó a límites degradantes: la ambulancia que conducía a una parturienta fue incendiada en la vía pública, sin interesar a los autores el aleve atentado contra una mujer del pueblo y contra la nueva vida que paradójicamente se esforzaba por volverse miembro de una sociedad traumática.
A uno de los estudiantes se le martirizó, por confusión con un detective, sometiéndolo a horribles vejámenes. La piedra, como siempre, hizo su aparición con alarde despótico; y media docena de vehículos ardió en los alrededores de esta trinchera de la insensatez, ante la mirada desapacible de un conglomerado que no entendía tanto abuso, y ante la morbosa complacencia de unos cuantos bárbaros que consideran estar modificando las estructuras con tales despropósitos.
Los desmanes ocurren a pocos meses de haberse puesto en marcha la nueva estrategia que garantizaría, según se afirmó, la protección de nuestro máximo centro docente. Sin dejar de reconocer los grandes esfuerzos empeñados para reprimir esta cadena de desastres, hay que admitir que el mal reviste características casi ingobernables, si de seis en seis meses suceden arremetidas de tal vehemencia que echan al suelo cuanto se ha planeado para permitir la mínima estabilidad.
Aparte de no lograrse esa base de confianza, las revueltas estudiantiles se desencadenan cada vez con mayores desbordes y con la ya establecida costumbre de tumbar al rector en cada conflicto, y a veces volverlo bandera propia. En la presente emergencia el rector renuncia dentro de un ambiente confuso, y cuando más se necesitaba que se salvara el principio de autoridad.
El cierre del centro docente, ya a punto de concluir el nuevo calendario académico, significa otro descalabro para los sufridos padres de familia que no entienden para qué sirve la universidad. El país no sabe para qué sirve la universidad si en lugar de dar cultura está formando escuelas de tirapiedras. Las gentes sensatas se preguntan para qué sirve la universidad si está permitiendo que a su sombra se organicen grupos extremistas cuya única finalidad consiste en atentar contra las instituciones. Estos desaforados jovenzuelos, muy bien manejados a distancia por mentes más despejadas para el atropello, serán siempre los eternos inconformes, porque nacieron para ser parásitos de la sociedad.
Contra las manifestaciones aviesas de quienes suponen que la universidad sirve para perturbar el orden público y tumbar los gobiernos, deben reaccionar las inmensas mayorías silenciosas, y por lo mismo cómplices, que ante la conflagración o el bullicio se evaporan y llegan a sus hogares manifestando que la universidad no sirve para nada.
Es preciso que el estudiantado consciente medite en que la universidad sirve, o debiera servir, para formar la conciencia dentro de cánones decentes, por decir lo menos, y que no es posible incorporarse a una sociedad digna si no hay valentía para hacerles frente a los desafueros de la época.
Las grandes crisis requieren grandes soluciones. Quizás ha llegado el momento de desmontar ese monstruo universitario, quitarle las cadenas, desvertebrarlo y recomponerlo. Será operación de alta cirugía para que no vuelva a enfermarse a los pocos días. Lo que existe ahora es un embeleco. Ojalá en las meditaciones que seguirán al nuevo cierre nazcan reales medidas para definir, de una vez por todas, la suerte de nuestras juventudes, que es la suerte del propio país.
La Patria, Manizales, 13-XI-1976.