Mariano Salazar Giraldo
Por: Gustavo Páez Escobar
El último viva que le escuché a don Mariano fue en la develacíón del busto del maestro Guillermo Valencia, hace menos de un mes. Era ya una voz apagada, con cierto tono acusador de tragedia, pero diáfana como toda la trayectoria de este buen hombre que se dio el lujo de mantener un canto perenne a la vida y que se despidió de ella apenas con un murmullo, sin ninguna lamentación y con el pecho eufórico de sanas embriagueces.
Si con el correr del tiempo a alguien se le ocurre preguntar cuál fue el hombre más enamorado de Armenia, habría que contestarle que lo fue Mariano Salazar Giraldo. Él no hizo grandes cosas por esta ciudad. Sus actos fueron sencillos, casi simples, pero de una dimensión espiritual que muy pocos pueden discutirle ese privilegio.
No construyó edificios, ni armó puentes, ni trazó avenidas, ni consiguió auxilios en las altas esferas del Gobierno, ni repartió puestos ni prebendas oficiales. No pronunció discursos grandilocuentes, ni coronó reinas, ni encabezó peregrinas cruzadas de falsos parroquianismos. Pero estaba presente en todo suceso importante. Fue, por sobre todo, un romántico de la amistad, y repartió amistad con el corazón rebosante.
Era la suya una estampa imprescindible que campeaba por estos predios con el gracejo en los labios, y que sin ser los suyos, aprendió a quererlos acaso más que los propios. Los defendía con vigor y los proclamaba a los cuatro vientos.
Pocas devociones tan entrañables, tan extrañamente fieles, como la que este hidalgo sentía por Armenia. Nació para ser elegante con la vida, y no solo en su aspecto externo de irreprochable maestro del porte airoso, sino en su irreductible condición de caballero a carta cabal, señor de la amabilidad y el gesto galante. Anclado en estos lares que lo albergaron sin condiciones, soportó con ánimo sereno, y siempre con el pecho erguido, los dardos del destino.
Jamás se le oyó quejarse de la adversa fortuna e hizo del diario vivir una parábola de resignación y dignidad. Aprendió lo que pocos hombres logran en la vida: ser distinguido en medio del infortunio.
E hizo de su existencia un canto al optimismo. Alguna vez, hace apenas pocos años, la ciudad reconoció en él a una de sus figuras más cívicas. Puso sobre su pecho el emblema de «Amor a Armenia», y él se sintió recompensado. Grandilocuente en su palabra sencilla, les contaba a propios y extraños que esta era la mejor tierra del universo y deambulaba por sus calles con el legítimo orgullo de ser personaje de la mejor prosapia, caballero con arreos de emperador, escudero con lanza de invencible combatiente. No se dejó arrebatar, nunca, el título de espadachín.
Allí donde hubiera ocasión de defender a su ciudad, estaba él. No permitía que nadie hablara mal de la comarca y sus gentes. En los actos públicos, en las tertulias íntimas, desgranaba sus emociones con fuertes ímpetus, para que todos las escucharan, y con místicos arrebatos para que nadie dudara de su corazón inmenso.
Muchos se preguntarán qué aliento inspiraba sus bohemias de euforias cívicas. Acaso se confundan sus alborozadas presencias en los actos públicos con posturas advenedizas. Era esa, precisamente, la fisonomía más auténtica de quien consideraba estar cumpliendo con un deber en cada viva a la región y a sus personeros.
Se nos fue sencilla, silenciosamente. Murió, a buen seguro, cantándole a Armenia, como el cisne en su postrer alborozo emite su mejor exhalación. De ahora en adelante se echará de menos la voz que fue siempre potente para prodigar elogios. Y más que su voz, que continuará resonando en la conciencia de los quindianos, faltará la presencia física de este mensajero de la simpatía y la nobleza que ya ganó, por fortuna, puesto indiscutible en el corazón de la gente.
La Patria, Manizales, 23-VI-1976.