El otonielismo
Por: Gustavo Páez Escobar
«Yo y Tú», el estupendo programa de televisión que dirige Alicia del Carpio, tiene el acierto de saber interpretar la vida colombiana, al día, como va ocurriendo. Son pocos los verdaderos programas de humor que nos quedan. Cuando se exagera en la comicidad se cae en el ridículo. Gran diferencia existe entre el apunte chispeante y el cuento obsceno. El ingenio bogotano, sobre todo, que es tan espontáneo, se distorsiona cuando no encuentra intérpretes tan agudos como estos que conforman la escuela de doña Alicita.
La sátira, género que tuvo su máxima expresión en el siglo de oro de la literatura española, fue manejada magistralmente por los críticos de la época que nos dejaron páginas de gran realismo sobre las costumbres de aquel mundo de granujas, hampones y vagos que levantaron polvo en los anchos caminos del vicio y las bufonadas.
España, sin las caricaturas de un Lazarillo, de una Celestina, de un Fray Gerundio, se nos habría borrado en una de sus pintorescas fisonomías. ¿Qué habría hecho el mundo, más tarde, sin el Quijote redentor?
Se extrañan hoy los genios que en otras épocas retrataron el alma de los pueblos. El costumbrismo, caído de capa en nuestros días, no solo tiene pocos cultores, sino pocos intérpretes. La vena humorística viene en decadencia desde que a la vida se le ha dado un tono dramático. Reír, en este siglo cargado de elementos explosivos, es un don devaluado.
«Yo y Tú» ha logrado traducir, a lo largo de veinte años de perseverancia en el arte de la comicidad, los sentimientos del pueblo colombiano. Sus protagonistas, que un día personifican la vida casera con su fondo de penurias y estrechas fruiciones, y que otro pintan al personaje de actualidad recorriendo el país en vísperas electorales, se mueven entre las bambalinas de la crítica social y la fina ironía para representar la tragicomedia que es siempre la vida.
Otto Greiffenstein saltó de animador a cómico de la televisión en una serie que se mantiene en el favor del público gracias a su autenticidad. Se convirtió, de pronto, al descubrir su vena humorística, en el inquieto Otoniel Jaramillo, personaje muy nuestro no solo por lo Jaramillo, sino también por lo Otoniel.
Es el clásico lagarto de la política, manzanillo consumado, que arma su oficina de influencias en persecución de prebendas y de nombradías. Eterno candidato a embajadas y ministerios, no pierde ocasión para asistir a cuanto coctel se organiza, y si no lo invitan, se cuela. Anda torcido, con todo, nuestro Otoniel Jaramillo, que, ya en vísperas de lograr la embajada, se apuntó mal al filo del bolígrafo.
Pero no desfallece, y postula su nombre para la contienda electoral. Con ímpetu se arroja a la plaza pública, monta su tolda aparte, fustiga a las oligarquías, predica días de bonanza bajo sus banderas, se va lanza en ristre contra la vida cara, la inflación, el desempleo, y como todo político que se precie forma sus comandos del otonielismo en pueblos y veredas. Infatigable en la lucha, no le da tregua a su empeño proselitista y hace fulgurar su imagen en pancartas y proclamas.
Pero a la hora de las definiciones sus listas quedan derrotadas en el alto panorama de la nación y apenas alcanza, en la oscura provincia, dos o tres concejales. Alega maniobras fraudulentas, monstruosas patrañas. Y el otonielismo, una institución más, con todo y verse frustrado, se repone pronto de los descalabros. Vislumbra nuevos horizontes, y aun con la cabeza magullada y el ánimo maltrecho anuncia a su fiel reducto de San Gil que se apresta a celebrar la derrota, gesto que no se da en todos los políticos.
Otoniel Jaramillo, por quien muchos votaron en la realidad, en broma o en serio, es todo un político. Más risueño que el común de ellos, que no han logrado restañar las heridas. Es el candidato que, sin demasiados cálculos, y siempre optimista, no se intimida ante el fracaso y postula desde ahora su nombre a la campaña presidencial. Y como de derrota en derrota espera llegar al triunfo final, que no se desentiendan sus contendores.
El otonielismo es la nueva corriente que se abre paso con su inmenso público que se mantiene firme a lo ancho y largo del país. Tiene carisma. Es calculador de su propia imagen. Sabe que el humor es arma peligrosa que solo pocos políticos, como él, saben manejar con destreza para mantener conquistadas las masas. ¡Que viva el otonielismo!
El Espectador, Bogotá, 25-V-1976.