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Todo un señor académico

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

A Otto Morales Benítez, por encima de cualquier contem­plación, hay que considerarlo como  formidable exponente humano. En escasas personas, como en él, se conjugan tantas virtudes enaltecedoras de la raza y son pocos, además, los hombres que han dedicado más esfuerzos y cariño para forjar su vocación intelectual. Nace su afán por el cultivo de la inteligencia desde los primeros años de su niñez, cuando des­cubre en los rústicos es­cenarios de un colegio de pro­vincia el aleteo de los dioses.

Riosucio, pueblo incrus­tado en la altivez de la montaña y movido apenas, de año en año, por la aparición del dia­blo carnavalesco, es el marco sereno que comienza a darle dimensión a su alma soñadora. Entre privaciones y parcos pasatiempos, ajeno al bullicio perturbador de la ciudad, corren sus primeros años bajo la calma de un panorama fresco y el solaz de lecturas y hallazgos  cada vez más apasionantes que van taladrán­dole la mente.

Cuando paso por Riosucio y encuentro en los recodos del camino los manantiales silenciosos que se esconden a la vista, se me antoja que la aldea de antaño, hecha ya moza a golpes de progreso, pretende retener, para no dejarse des­dibujar, los mismos contornos que pinta Otto en sus libros. Ciudad esquiva y amorosa al propio tiempo, como las vírgenes huidizas, aérea y accesible, sigue siendo la niña mimada, la pequeña colegiala de trenzas campesinas y alas vaporosas sobre el vacío, que encendió el primer amor en el alma de su eterno enamorado.

Otto Morales Benítez no ha dejado de ser el novio inmóvil de su terruño, rabioso de su devoción al predio que le sembró en las entrañas sabor a tierra y nostalgia de paisajes, de cantos y es­peranzas. Si alguna explicación hay que darle a esta vigorosa personalidad es su identidad con su ancestro provinciano. La vida, para quien sabe vivirla, es el reencuentro con los primeros pasos, la permanente comunión con la infancia y el inquebrantable empeño de no dejarse despojar de los recuerdos adolescen­tes.

Riosucio y Otto son la pareja inseparable que se necesita y se complementa. Si aquella le dio calor, este le dio lustre. Si Riosucio lo meció, él afiló la inteligencia para la ins­piración. «No hay más patria que la que busca el alma», escribió Gogol. Otto no necesitó buscarla. Su alma fue permea­ble al primer soplo, y así se quedó.

Difícil hablar de Otto Morales Benítez cuando ya todo tema parece agotado. Quizá, por eso, cuando la Academia Colombiana de Historia lo exalta como miembro de número para llenar la silla vacante del expresidente Eduardo Santos, que no al­canzó a ocupar don Agustín Nieto Caballero, prefiera yo, antes que repetir elogios que sobran, acordarme de su patria chica.

Hoy los periódicos ocupan sus páginas en ponderación de la brillante trayectoria del humanista que asciende otro peldaño en su itinerario es­piritual. Fijar en esta página el nombre de Riosucio es la sutil manera de rendir este homenaje. Bien sé que Otto, esquivo a galanteos y grato con la vida, no cambiaría, de serle dado, la banca de su colegio por la silla del académico.

Pero la patria se lo exige y se lo impone, y Otto, que acepta los honores con humildad, quizá solo lamente en este momento de gloria que el Diablo del Carnaval, de quien heredó la carcajada incontenible, haya dejado de ser tan estruendoso y eufórico para hacerlo también académico.

El Espectador, Bogotá, 21-IV-1976.
La Patria, Manizales, 26-IV-1976.

 

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