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¡Pobres instituciones!

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Todos los días escuchamos que el país se está yendo a pique por falta de principios. Desde las altas esferas gubernamentales, desde la empresa privada, desde los órganos periodísticos, en todos los tonos y con las más varia­das reacciones, se clama por la defensa de las instituciones. ¿Pero qué se hace, de manera efectiva, para preservar el orden? El deterioro de nuestras costumbres civilizadas es cada vez más sensible.

Nos que­jamos del agrietamiento que se abre, como una brecha incon­tenible, en nuestro diario discurrir. Pero todos tenemos algo que ver en esta tarea de recomposición. Seamos valientes y no nos conformemos con el papel de espectadores y de críticos sistemáticos.

Nos encontramos frente al relajamiento de la moral. El pueblo se insensibilizó para reaccionar con valor y ahínco ante el atentado permanente de una generación empeñada en subvertir el orden de la nación. No es posible que continuemos impertérritos, cruzados de brazos y esperando milagros del cielo en medio de una socie­dad que se convulsiona, se desmorona y se destroza por falta de disciplina.

Se ha perdido hasta la noción de la decencia. En el país está haciendo carrera el contagio de una juventud irresponsable que considera que a base de agravios, de gritos, de carros incen­diados, de policías heridos, de desafueros de todo orden, nos va a enseñar a vivir mejor.

La «institución» era algo sagrado. El principio de autoridad, hoy por hoy apenas una enseña de mejores épocas, ha dejado de tener vigencia, no solo porque no se le defiende, sino además, y triste es ad­mitirlo, porque queda poca gente con vocación para ejercer el mando. El mando es para eso: para mandar. Y mandar supone preservar las buenas costum­bres, imponer la disciplina, salvaguardar las instituciones, garantizar la decencia. La sociedad requiere que se le conduzca por los cauces de la normalidad, que se le defienda contra el atropello, que se le permita vivir en paz.

Se ha llegado a un deplorable estado de descomposición donde no solo campean el so­borno, el peculado, el afán de enriquecimiento rápido, el tráfico de influencias y toda una gama de fechorías y triquiñuelas contra la moral pública, sino a otro estado que nos conmueve a las gentes de bien: al del insulto, el atropello, la vulgaridad.

El subalterno perdió la noción del respeto. Regaña al jefe, lo ultraja, lo ridiculiza y hasta llega a las vías de hecho. Las peticiones se hacen con paros y asonadas. Con un brochazo cruza las paredes del propio sitio de trabajo que le da la manutención para él y sus hijos, desluce las fachadas, rompe máquinas, produce grandes pérdidas a las em­presas, escribe frases de le­trina contra sus superiores y sus compañeros que no quieren acompañarlo en sus procaces empeños, le grita abajos al Presidente de la República y vivas a la rebelión, desafía la ley, lanza boletines y pancartas de escalofriante ordinariez, y bajo falsos rótulos engaña a la opinión pública pretendiendo mostrarse abanderado de cruzadas sociales que en el fondo sólo son crímenes de lesa barbarie contra la decencia y la legitimidad.

¿Exagerado este panorama? En absoluto. Lo vivimos a diario, pintado en las más extravagantes maneras. Es necesario que se repruebe la intransigencia con energía; que se combatan los movimien­tos extremistas; que se forme conciencia entre las gentes sensatas para atacar la sinrazón; que el jefe sea respe­table y se haga respetar; que se castigue la alevosía; que se frene la insubordinación…

El empleado público suspen­de el servicio cuando le viene en gana; las puertas de los bancos las dominan los revol­tosos; el médico se declara en huelga dejando a la sociedad agonizante; el poder judicial frena su actividad atentando contra la misma ley que debe hacer respetar. ¡Pavoroso cuadro de degradación!

La huelga ilegal mañana quedará legalizada. Los res­ponsables no serán castigados, y hasta pueden ser premiados con reintegros y ascensos. Y al poco tiempo estarán de nuevo dirigiendo otros motines al amparo de la impunidad. Son los permanentes agitadores de la paz social, empeñados en pescar en aguas revueltas.

¿Atrevida, acaso, esta denuncia? ¡No! Y más que denuncia, es un testimonio. Falta valor para oponerse al resquebra­jamiento moral. Es preciso ayudarle al Gobierno en su campaña de depuración. Se necesita y se echa de menos la voluntad colectiva para dominar la revuelta, rechazar el vejamen, mantener el principio de autoridad, salvar, en fin, nuestras pobres instituciones que fueron, pero que ya no son, el mayor patrimonio moral del país.

¡Siquiera se murieron nuestros abuelos!, alegré­monos con el poeta. Y lloremos con él, también, el desencanto de la época.

El Espectador, Bogotá, 14-III-1976.
La Patria, Manizales, 9-Iv-1976.

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Comentarios:

Plenamente identificados su artículo. Lo felicitamos por su franqueza y valor civil. Solicitamos su autorización para reproducir este escrito en hojas volantes. Alfredo Rueda Prada, gerente del Banco Popular, y empleados. Bucaramanga.

Felicitaciones por estupendo artículo. Es una realidad de lo que está pasando en el Banco Popular. Gerardo Escrucería, Gerente del Banco Popular, Tunja.

Fantástico artículo. Pedro Pablo López, gerente Banco Popular, Málaga.

 

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