El papeleo público
Por: Gustavo Páez Escobar
Uno de los males endémicos que sufre el país y para el cual no ha resultado cura es el del papeleo. Hasta el trámite más simple está sujeto a inexplicables tropiezos que acaban con la paciencia del más valiente. Es el nuestro el país de los requisitos, de las formalidades, de los absurdos. El jefe de turno, tan dado a la notoriedad, proclama el día de la posesión un total cambio de estructuras que consiste en destituir a los cuatro o cinco funcionarios claves y en poner a rodar una serie de innovaciones que ningún provecho traerán pero sí harán resaltar el sello de la nueva autoridad. Lo cual no es sino una manera de rendirle culto a la personalidad y pretender ser originales e innovadores.
Los trámites se cambian por obsoletos, por antifuncionales, por inaceptables. Naturalmente, a los seis meses el sucesor volverá a transformarlos por idéntica razón. En poco tiempo el formulario pasa de azul a castaño, la casilla de pago se traslada a las tres cuadras, las libretas en uso se sustituyen por otras de mayor armonía, y se inventan sistemas de alta seguridad, patentados contra desfalcos, falsedades y trampas. Nada de esto se logra, aunque sí se rompe la rutina, pero a costa de la paciencia pública.
Hacer el recorrido de estas modificaciones resulta tan complicado, que en quince días estará conformada a la puerta del establecimiento la cofradía de ágiles intermediarios que le harán a usted, sufrido contribuyente o simple usuario del servicio, todas las vueltas por unos devaluados pesos, evitándole el mal humor de los funcionarios —lo que en muchos casos tiene una doble acepción— y ahorrándole molestias y arrebatos.
En los escritorios de los empleados se encuentran, sin orden ni explicación, cuartillas indescifrables con las “normas orgánicas” dictadas sucesivamente por todos los jefes en tránsito. La cabeza del subalterno tiene, por lógica, que funcionar tan revuelta como su mesa de trabajo. Y lo que no entiende de este maremágnum de papeles lo interpreta a su gusto, ampliándolo o mutilándolo, según las circunstancias. Los platos rotos resultará pagándolos el público. Es la dinastía de los mandos medios, impulsada por la dictadura del papeleo.
¿Por qué, en vez de tanta profusión de normas, no se busca la continuidad de sistemas útiles? ¿Para qué tanto cambio de colores en los formularios? ¿Para qué modificar los buenos hábitos por sistemas que nadie entiende? El país padece una sangría económica en los cambios de formularios, de normas, de estilos. No hay conciencia del servicio. Todo es lento, oscuro, enigmático. De un escritorio debe trasladarse al siguiente, y de este al de más allá, que permanece vacío.
Los pasos de una operación se multiplican sin necesidad, con desperdicio de tiempo, de papelería y de dinero. No hay criterio para resolver situaciones inesperadas, salidas de la eterna rutina diaria, pero ni siquiera para administrar el flujo ordinario. Y todo por culpa del papeleo. El papeleo es sinónimo de vicio, de pereza, de falta de inventiva. A diario nos ahogamos en un mar de pequeños detalles, de confusiones, de insignificancias. El sentido práctico vive ausente de las oficinas públicas.
Valga un ejemplo. Tras hacer una larga cola en la oficina de impuestos en busca de la cifra con la que al fin el paciente ciudadano descargará un peso en la conciencia, debe someterse a otra que lo llevará, con una cintilla de máquina sumadora en la mano, a una casilla distinta que le expedirá un comprobante que debe, a su vez, pasarse a donde un tercer empleado que le recibirá el pago. Es decir, una operación por triplicado, con vueltas innecesarias y con desgaste de tiempo y de calorías para el buen ánimo ciudadano.
Y con un final dramático: «No se reciben cheques». El aviso, minimizado y mugriento, solo se descubre en la boca de la ventanilla después de tres horas de angustias. En vano se explicará que no se requiere un paz y salvo inmediato, y se jurará que no somos expertos en expedir cheques chimbos, y se rogará compasión hacia el indefenso contribuyente que, ni siquiera con el pago en la mano, se hará valer. La cajera nos explicará que las órdenes deben cumplirse y sin más argumentos nos retirará a las tinieblas exteriores.
Quizás algún día este ciudadano, que somos todos los que pisamos las oficinas recaudadoras, tratará de volver con billetes relumbrantes. Ha sido, por lo pronto, víctima del formulismo, del papeleo, de la dictadura de los mandos medios. El exceso de rigor y desconfianza le agotó las ganas de pagar. En el sector privado le hubieran premiado el acto con platillos y timbales.
El Espectador, Bogotá, 14-II-1976.