Periodistas con título
Por: Gustavo Páez Escobar
El estatuto del periodista será pronto realidad. Con las velocidades que son características en el final de las sesiones parlamentarias, la ley respectiva recibió el último hervor y ya va camino de la sanción presidencial, que muchos esperan como regalo navideño. Se supone que habrá más categoría cuando quede promulgado el estatuto que reglamenta la profesión de periodista con rango universitario.
Para ser comentarista público se requerirá en el futuro estar acreditado por un carné, que lo expide el Estado por conducto de las universidades. Y tendrán que satisfacerse determinados requisitos, entre ellos el de una prueba de aptitud dentro de lo que ha dado en llamarse «medios de comunicación», otro de los inventos de la época, que no inventan nada.
La palabra ha sido, a través de los siglos, la expresión natural de los pueblos y su ámbito es tan portentoso que ha encontrado sus propios canales sin regirse por reglas predeterminadas. Y es que la inteligencia no puede medirse con el test que patentó la era industrial. Hoy todo pretende resolverse a base de test, fórmula engañosa en las más de las veces y que lejos de descifrar casos de personalidad o de idoneidad, solo consigue, por lo general, enredar lo que antes no admitía duda.
Muchos serán los periodistas que en adelante serán descalificados al no conseguir convencer a los calificadores. Periodistas criollos, versados en la magia de la expresión, responsables de un oficio que conocen y al que dedicaron sus energías, se verán enredados entre los garfios de esta ley que, como toda ley, es fría y no puede distinguir, solo con base en fórmulas teóricas, lo auténtico de lo inauténtico. Si acaso existe una profesión difícil de legislar es la del periodista.
El verdadero periodismo corre por la sangre más que por los tinglados de estatutos que, por más fines loables que busquen, no podrán nunca crear la inspiración —el primer ingrediente del periodismo—, de la misma manera que forman médicos, abogados o ingenieros, profesiones sujetas a reglas más o menos precisas. El periodismo es materia abstracta que no admitecánones mensurables y resulta tan compleja para delimitarla que su soberanía se confunde mucho con la libertad de expresión que consagran los derechos universales del hombre.
Está bien que los aspirantes al periodismo comiencen desde aprender a sumar y restar, y a no cometer burradas con las sintaxis y la ortografía, y a distinguir lo fundamental de lo accesorio. Está bien que el oficio tenga normas de comportamiento y que haya responsabilidad y se establezcan sanciones para actos que riñan con principios éticos. Está bien que se exijan conocimientos sobre la evolución de las comunicaciones. Está bien que el periodista se capacite y se supere. Pero sería absurdo que a los veteranos de la profesión se les desconociera, de pronto, su habilidad para el oficio que han ejercido durante muchos años y que dominan mejor que los diplomados de última hora, que comienzan a ensayar sus primeros pasos.
Se llega, una vez más, a la distinción entre la teoría y la práctica. El empirismo no anda equivocado al considerar que la experiencia es la suprema fuente del conocimiento. Cuando la experiencia está robustecida por estudios superiores, tanto mejor. Si para el escritor la mejor regla es que escriba, y para el crítico literario que sepa criticar, para el periodista su mejor universidad es el recorrido por los periódicos. Ser o no buen discípulo de estas disciplinas depende de cada cual.
Ha sido Colombia escuela de periodistas. De periodistas serios, probos y destacados. Figuras descollantes del país tuvieron comienzos humildes en el periodismo. José Salgar comenzó en un oficio elemental, hasta llegar a ser director del periódico. En la casa de los Cano se han formado varias generaciones de periodistas.
Ni líos mejores periodistas ni los mejores escritores se graduaron en ninguna universidad. Aprendieron el oficio entre tintas y galeradas; ejercitaron la mente ante la página en blanco, uno de los peores suplicios de la vida; recibieron las mejores enseñanzas de quienes los antecedían en el mismo trajinar, y llegaron a ser auténticos periodistas —muchos insuperables—, sin estatutos ni aderezos.
Fueron, y seguirán siéndolo, periodistas a secas. También se es escritor a secas. En días pasados un grande escritor del continente decía que él era especialista en nada. En libro de José María Gironella que leo en el momento, encuentro los siguientes datos personales: tres años de seminario, aprendiz en una droguería, botones de un banco. ¡Y ha escrito 14 libros!
Hay periodistas consagrados que saben periodismo con carné o sin él, y ojalá la sabiduría del estatuto logre codificarlos sin auxilio distinto al del mérito propio. Dejemos el test, o la prueba de aptitud —si es que sirve para algo—, para los novatos.
El Espectador, Bogotá, 20-XII-1975.