La industria del secuestro
Por: Gustavo Páez Escobar
La madre de Camila Sarmiento hace pública una dramática carta donde pide a los secuestradores la devolución de su hija a cambio de todo su patrimonio personal. Es un grito de angustia que revela el dolor de la madre y, por otra parte, el derecho al reencuentro con la vida, si desde hace cinco meses, cuando su hija desapareció, su existencia es una permanente tortura. Pone de manifiesto, además, la desventaja en que se encuentra la sociedad frente a esta monstruosa maquinaria del secuestro, que sigue cobrando nuevas víctimas al amparo de la impunidad.
Esta carta de la madre desesperada que por encima de cualquier circunstancia ofrece todo su peculio como transacción para el rescate, estimula, irónicamente, la sevicia de los los delincuentes que trafican sin escrúpulos con el dolor humano.
El país presencia horrorizado una de las peores modalidades delictivas y se impresiona con estos halagos que se brindan a las pandillas organizadas, y a las que por eso mismo buscan organizarse, pero también se conduele con el sufrimiento de tanta familia martirizada. Es el duro interrogante que se formula a la propia sociedad que desea que cese el vandalismo, pero al mismo tiempo lo está motivando.
Los malhechores tienen montada una productiva industria que se alimenta con la facilidad de obtener, a distancia de las autoridades, cuantiosas sumas que no se regatean, como en el caso de Camila Sarmiento, sino que además se hacen visibles, provocando así el apetito de los facinerosos, que ven robustecidas sus técnicas.
El secuestro desaparecería si no fuera retribuido. Esto no es para ponerlo en duda. La ley, que vive en reto permanente, busca con afán medios represivos para contener esta ola que está acabando con la tranquilidad de los hogares y del propio país. Bien difícil es la solución, pues mientras las autoridades reclaman valor para denunciar el delito y resistir presiones, la falta de garantías hace desconfiar de la eficacia de la ley.
Por sobre cualquier consideración prima el derecho a la vida, y aun sobre la conveniencia del Estado. Esta fue la tesis del doctor Fernando Londoño y Londoño cuando le pidió al Gobierno que le permitiera negociar su rescate. Sin esa libertad para transigir con los delincuentes no hubiera podido reintegrarse sano a su familia. El caso de Camila, como tantos otros, repite este drama insoluble.
También habría que pensar que la sociedad necesita protección, la que no se consigue incrementando con gruesas sumas la industria del secuestro. La disyuntiva es tan compleja que el mundo no ha podido resolverla. En el caso colombiano, donde ni siquiera se está delinquiendo por principios, sino por auténtica piratería, hay una pregunta que es casi incontestable: ¿Quién se sacrificará para que la sociedad sobreviva?
El país tiene los ojos puestos en el Gobierno. Se tiene fe en la aplicación de medidas eficaces que terminen con esta calamidad pública y, aun en medio del desconcierto con que viven las personas adineradas, se advierte un propósito de patriotismo para no desfallecer. Hay, por el contrario, conciencia de resistir, antes que tomar las de Villadiego. Que Dios se compadezca de Colombia.
El Espectador, Bogotá, 25-XI-1975.