Muere un educador
Por: Gustavo Páez Escobar
Es ya bastante que en Colombia nos queden educadores. Habrá catedráticos, académicos, científicos, doctores en todas las ramas del saber humano, pero el auténtico educador es una página que se está doblando en este país que floreció precisamente por eso: por la educación. Y es que al educador hay que concebirlo en el más noble, en el más apostólico de los sentidos. Ser educador supone entrega absoluta al supremo oficio de la vida, cual es el de formar juventudes.
Acaba de fallecer, después de larga y fructífera existencia, y tras paciente agonía —si es que los grandes hombres agonizan alguna vez—, don Agustín Nieto Caballero, maestro de generaciones. La noticia de periódico es corta, casi que lacónica, y se me ocurre que imita en alguna forma a este don Agustín tan breve, tan pausado y al propio tiempo tan profundo y grandioso.
Ayer, nada más, su hijo Guillermo Nieto Cano, vigilante de las últimas horas de esta luz que venía apagándose todos los días desde el 25 de septiembre, cuando ingresó a la clínica bogotana en su postrera excursión por la tierra, escribía una hermosa página sentimental ante el lecho del moribundo rodeado de enfermeras solícitas, hasta donde había ido a empinarse, venciendo obstáculos, un pequeño discípulo que quería rendirle al educador un homenaje silencioso.
En ese cuadro se representan, de una parte, la juventud estudiosa que entiende las enseñanzas del maestro y que no quiere claudicar, y de la otra, la generación ya formada que sigue las huellas de quien predicó por más de medio siglo, desde su cátedra invulnerable, y sobre todo desde el ejemplo de su propia existencia, las lecciones del buen ciudadano.
Fue don Agustín, por sobre todo, un dechado de bondad. Ese don de sembrar la simiente con una sonrisa en los labios permitió que en torno suyo se creara una especie de mito que hizo fructificar la sabiduría de sus enseñanzas. Le enseñó a la gente a ser sencilla, para después abonar en buen terreno la simiente del sabio sembrador. Sus discípulos miraban en él, más que al maestro, al amigo y al consejero.
Entendió siempre los cambios de la juventud y se acomodó no solo a circunstancias inaccesibles para muchos, sino que contemporizaba, con la sutileza y la intuición que le fueron propias, dentro del mundo en constante conflicto. Don Agustín no desentonaba en ningún ambiente, lo que mide su capacidad para amoldarse a los tiempos y poder ser útil.
Leí el reportaje que le concedió a Margarita Vidal, salpicado de humor y reminiscencias, que me permitió formarme una idea más amplia acerca de este hombre bonachón y desaprensivo que no se sabe si fue más grande en la cátedra o en su contextura humana. Esposo ejemplar, padre afectísimo y miembro apetecido de una familia que tanto lustre le ha dado a Colombia, su vida no podía destilar sino generosidad. Por ahí corren dispersos en periódicos, revistas y tratados, fragmentos de su obra, como grageas de inspiración que ojalá pronto se reúnan para conformar el gran texto que deben recibir las nuevas generaciones de quien consagró su vida a enderezar juventudes.
El Gimnasio Moderno está de duelo. Es un duelo para toda Colombia. Son muchas las personas importantes que se educaron en este claustro y que hoy le deben a él la posición que ocupan en la sociedad. Conforme se opaca con la muerte de don Agustín este título muy honorífico que tuvo Colombia, de educador, que ojalá se revalúe, crece la sombra tutelar del maestro que deja hecha su obra maestra: la de haber formado hombres de bien para el servicio del país.
El Espectador, Bogotá, 8-XI-1975.