La misión del escritor
Por: Gustavo Páez Escobar
Quienes tenemos acceso a los medios serios de opinión somos conscientes del riesgo y de la responsabilidad que significa el sopesar ideas que han de influir en la conciencia pública. Pocas tribunas tan democráticas como esta de El Espectador, abierta a todas las controversias y a los más variados enfoques sobre el acontecer cotidiano. Es, por sobre todo, ancha cátedra del pensamiento, sin más rigores que el de un razonable manejo del idioma y una seria y honesta concepción mental para presentar inquietudes o criticas sobre temas de interés común.
Uno de los rasgos fundamentales que caracteriza al sistema republicano es el de la libre expresión, el mejor canal para interpretar los síntomas de inconformidad o de beneplácito. El régimen dictatorial rechaza, porque le resulta funesta, la injerencia del pueblo, y se sostiene sobre poderes omnímodos, maltratando la libertad del individuo para opinar sobre los destinos públicos.
Por público se entiende un bien que pertenece a todos, y no a una clase dirigente o, lo que es peor, a una sola persona. Acaso el mayor oprobio de la humanidad consista en amordazar la opinión ajena. «Un pueblo culto es un pueblo libre; un pueblo salvaje es un pueblo esclavo», expresa un pensador. Y agrega: «Y un pueblo instruido a la ligera, a paso de carga, es un pueblo ingobernable».
Mayor aporte hay en la crítica constructiva, expresada con respeto y solvencia moral, que en la adulación y el falso conformismo. Hay, por desgracia, quienes confunden la crítica ciega, el apunte ligero o el comentario tendencioso, con la libertad.
Uno de los mayores escollos del escritor está en no desmedirse en la libertad hasta caer en el libertinaje. Con cuánta frecuencia nos encontramos con el escrito avieso, con el pasquín desaforado o con la afrenta irreparable. En el falso periodismo con que muchos pretenden agazaparse, se encuentran verdaderos maestros en jugar con la honra ajena como jugando con canicas en la escuela.
Ruedan, con desconcertante irresponsabilidad, revistas, periodiquillos o gacetillas hábiles en distorsionar la verdad, en mutilar los hechos, en destruir dignidades, en aumentar, disminuir o fragmentar las noticias para que produzcan determinados efectos. El periodismo es mucho más serio que jugar con bolas de barro en la escuela.
Escribir es tarea complicada. Requiere, ante todo, absoluta honradez intelectual. El escritor, a más de veraz y claro en sus planteamientos, debe ser orientador y maestro de su generación, jamás detractor. Si se escribe para el gran público, el lenguaje fácil tendrá mayor acceso que el ostentoso. Desterrar la ambigüedad, la cortedad de pensamiento, la duda maligna, la intención morbosa, el comentario procaz, es norma de oro en este delicado arte de saber decir las cosas, sin pecar ni por exceso ni por defecto.
Colombia cuenta con un periodismo de altura. Lo que ha dado en llamarse la «prensa amarilla» constituye la escoria mínima de una nación civilizada. No veamos enemigos del Gobierno, del actual o de cualquiera otro, en quienes con reflexión y sana inquietud se preocupan por la suerte del país.
Se suele ser pródigos en dispensar elogios y cortos en señalar errores, porque no todos tienen valor para disentir. Se es más colaborador de un sistema señalándole las discrepancias, que asumiendo falaces posiciones. Hay que desconfiar de los gobiernistas incondicionales. Conforme no existe la verdad a medias, tampoco hay amigos irrevocables. Y ni siquiera enemigos.
El Espectador, Bogotá, 13-VIII-1975.