Sutilezas del protocolo
Por: Gustavo Páez Escobar
Si por protocolo se entiende un código manejado por reglas caprichosas que cambian con los tiempos y las circunstancias, debe admitirse que es una de las invenciones más simples del comportamiento de la sociedad. Nada tan ficticio, y al propio tiempo tan incómodo, como este manual de misteriosas recetas que busca modelar la compostura social dentro de cánones amanerados.
El hombre, que se ha liberado de tantas cosas, inclusive de la sumisión de la mujer en esta era de la emancipación femenina, no ha conseguido quitarse de encima torturas tan lacerantes como la del frac o el smoking que le frenan el torrente sanguíneo y le cortan, como reprimenda, la tranquila expresión de una sonrisa.
Es el protocolo una de las más efectivas medidas para enjaular al hombre, después de cortarle las alas de su libre albedrío. Es la mejor manera de trasquilarlo, de transmutarlo, de volverlo inauténtico. Porque no debe dudarse de que bajo la rigidez de una de esas prendas ceremoniosas que ponen a palpitar con velocidades peligrosas este lánguido corazón de nuestros días, de suyo acelerado, la figura pierde naturalidad, el apretón de manos se vuelve flojo y la personalidad se torna huidiza. ¿Habrá algo más sofocante que un cuello estirado que reprime la respiración, o que una parada rígida que entumece los músculos?
Parece que la nobleza en el mundo se está extinguiendo más rápido de lo que se aprecia. Los príncipes azules escasean, para desconsuelo de tanta cenicienta trasnochada y para alivio de esta sociedad que cada día desea ser menos apergaminada. Las venias, las genuflexiones, el pestañeo, el ósculo insípido y tanto prurito de realeza que colmaron —con acrobacias que hoy serían irrealizables— los salones de la aristocracia ya desteñida, se miran ahora como muecas de un mundo agonizante, frente a este otro desenvuelto y desabrochado. Si algo ha ganado la humanidad es la libertad de movimientos.
Por estos días nos visitó el príncipe Bernardo de Holanda y nuestra élite diplomática se vio en calzas prietas para condimentar la etiqueta debida a tan alta dignidad. Los funcionarios de la embajada meditaron, prepararon y aconsejaron la «estrategia» que debía seguirse. Solo tres periodistas podían concurrir a una entrevista que figuraba en la agenda, y las preguntas debían estar preparadas de antemano. De pronto apareció el príncipe, hombre sencillo, desprovisto de solemnidades, simpático y accesible. Tan accesible, que las puertas se abrieron de par en par y entró quien quiso, con fotógrafos, grabadoras y la mente libre para preguntar cuanto deseara.
Habló con los periodistas de los problemas más agobiantes del momento, en forma llana y sin cortapisas, y hasta propuso que no se dejara de lado uno de sus temas favoritos, la ecología, que encuadra tan bien en nuestro medio congestionado de toxinas.
Por allá lo vimos haciendo cambiar la champaña dulce por la seca, que refresca mejor su paladar, y torturando, de paso, a los afanosos maestros de ceremonia que tuvieron que declinar sus códigos ante la sencillez de un hombre sin misterios.
Se lamentaba el presidente Caldera, en la visita que le hizo nuestro presidente Pastrana, de que se hubiera perdido más de la mitad del programa en el cambio de trajes, cuando eran tantos los temas de importancia para analizar. ¡Lastima grande que la etiqueta mutile tan buenos propósitos!
Siendo el protocolo una ceremonia establecida por “costumbre», son los mismos tiempos, con personajes llanos como estos que la gente pretende atar a convencionalismos inútiles, los encargados de hacer variar los moldes sociales. Con mayor autenticidad y sin tanto barniz la vida se vive mejor. Es la era de la prisa y de las soluciones rápidas.
Los plumajes y los esplendores de la sana Edad Media —y lo sano suele también pecar de bobo— pertenecen a páginas retóricas que continuarán refrescando el espíritu, pero desentonan en este momento nuestro, febril y plastificado.
El Espectador, Bogotá, 16-II-1975.
Prensa Nueva Cultural, Ibagué, febrero de 1994.