El tabaco de Yagarí
Por: Gustavo Páez Escobar
A mi despacho del Banco Popular en la ciudad de Armenia se presentó un día, de esto hace ya cinco años, un caballero ágil, impecablemente vestido, refinado en sus modales y envuelto en una aureola de humo. Por esa época todavía se consumían tabacos de La Habana.
Su cabellera tersa, sobriamente ordenada, dejaba ver la envidiable madurez de algunas canas bien vividas que comenzaban a insubordinarse, en contraste con unas cejas negras y pobladas que le ponían marco de solemnidad a la mirada penetrante. La frente ancha y surcada por ligeras líneas que corrían, como prófugas, para pelearse el dominio del ceño, le daba aspecto de pensador romano y de gladiador espartano.
Desde el primer momento adiviné que no se trataba ni de un charlatán ni de un lagarto, de los tantos que abundan en mi oficio.
–Me llamo Luis Yagarí –me dijo, dándole media vuelta al tabaco.
Poca gracia me causó el extraño apellido. Luises los habrá muchos, pensé, pero Yagarí no puede haber sino uno. Lo miré con curiosidad y con sorpresa, y casi que con desconsuelo, por parecerme que el nombre indígena no cabía en su porte arrogante. Pero como la ignorancia debe ser humilde, preferí simular que no había comprendido la presentación.
Mi interlocutor, acostumbrado a tropezarse con gentes de todas las layas, tuvo a su vez, sin duda, compasión del pobre gerente de banco que ignoraba la existencia de Luis Yagarí. Pero supo disculpar mi falta de conocimiento y expiró, como desahogo, una fuerte bocanada de humo que apenas me rozó de pasada
Me contó, de refilón, que había sido amigo del gran Lenc, el progenitor de mi ilustre jefe, y de seguro no tanto para impresionarme como para dosificar la entrevista y ponerle velas –porque los periodistas saben muchas técnicas– al cheque que ya había cogido forma para ayudar al costo de impresión del suplemento que preparaba como homenaje a los ochenta años de la Ciudad Milagro.
Cuando días más tarde terminó de armar la revista, había tenido tiempo el gerente –recién llegado de otras latitudes, y no del todo despabilado, como aquel pudo suponer– de investigar la personalidad del cronista de La Patria. Y es oportuno confesar que, desde entonces, había ganado el periódico un nuevo lector, y más tarde se descubriría un escritor.
A partir de aquel instante era preciso seguir con cuidado la trayectoria de Luis Yagarí, vertida en cápsulas desde su rincón de La Patria, su romántico remanso de toda la vida. Seguir los flechazos de este señor de la lanza en ristre, poeta por nacimiento y cronista por seducción, fue la secuela natural de aquel encuentro repentino.
Desde sus célebres Jornadas se ha batido con fibra, con garra de león. Tiene la particularidad de que con una pincelada pinta lo mismo un paisaje que un estado del alma. Su pluma es suave, galante, pero también afilada. Hiere a sus enemigos haciéndoles cosquillas. No siempre se distingue si en la frase que fabrica al desgaire, trabajada con intención y con maestría, hay una rosa o una espina.
Por eso a Luis Yagarí hay que leerlo despacio y descifrarlo entre líneas. Es el mejor fotógrafo del país. Su capacidad de captación es tan instantánea como la lente de una Kodak.
Volví a ver a Luis Yagarí en reciente visita a Manizales. En el salón cultural de La Patria, donde Carmelina Soto leyó varios de sus maravillosos poemas, ocupaba puesto de honor. Más tarde, en el calor de unos whiskys ofrecidos por el dueño de casa, doctor José Restrepo Restrepo, lo vi husmeando con el olfato de galgo como lo había conocido cinco años atrás. Porque Yagarí, que es acción y nervio, no puede permanecer quieto ni callado un minuto. Por eso ha sido cronista toda la vida. El periodismo le alborota la sangre.
Rubricó, con arrogancia y donaire, dos ejemplares de su libro Jornadas, recién editado: uno para Carmelina Soto, otro para Chila Latorre. El tercero, que le sobraba, se lo guardó. Me dejó por puertas y se quedó mirándome, como preguntando: ¿de dónde salió este lagarto? Mal podía reconocer al gerente de antaño que le había colocado un aviso en el suplemento dedicado a Armenia.
A las celebridades es mejor mirarlas de lejos. Si uno se acerca mucho, de pronto se bajan del pedestal y se vuelven personas corrientes. A Yagarí, que es pedazo de historia de este Gran Caldas, se le ve mejor a distancia, recostado en la cúspide de su grandeza. Dejémoslo allá, intocado. No quise siquiera recordarle que no me había avisado recibo de mi libro, porque era tanto como codearme con él.
Pero en desquite compré sus Jornadas. Acabo de darle vuelta a la última página. Delicioso manjar este de saborear, una por una, sus crónicas salpicadas de humor, de ironías, de romances, de bríos y de sustancias agridulces. Y he cerrado el libro con candado, como un tesoro, para que este Luis Yagarí, que es tan andariego, no se me vaya a salir y de pronto me queme con el rescoldo de su tabaco.
La Patria, Manizales, 18-III-1975.
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Comentario:
(36 años después)
Magnífica página. Me llegó hasta lo más profundo del alma. Pensando que con Yagarí los hombres de la pluma habían sido injustos, cargaba el dolor de mi incapacidad para retratarlo. Gracias a Dios, un hombre de su talla lo conoció y lo admiró y con lujo lo dijo. Gracias, don Gustavo Páez Escobar. (4-X-2011).