La eterna juventud
Por: Gustavo Páez Escobar
«La vida de un hombre no pasa generalmente de 60 octubres», decía Jaime Barrera Parra, por allá hacia 1915, y murió cuando contaba 43 años de edad. Quitándole el hado siniestro de esta muerte prematura, sus células normales hubieran traspasado aquella frontera de no haber quedado su humanidad aplastada, en plena madurez física y emotiva, por un teatro de Medellín.
De entonces a hoy —y ya han corrido 40 años— ha decrecido el promedio de supervivencia bajo los rigores de la angustia, del sofoco de nuestros días que atropella el ritmo de la vida, imponiendo caducos marcapasos incapaces de remplazar lo auténtico con lo artificial.
El organismo humano, cada vez más caduco, más frágil y desnutrido, más saturado de impurezas y de ansiedades, se doblega sin remedio ante el ímpetu de fuerzas que todos los días limitan más el ciclo vital. La raza viene en decadencia, y las defensas, pese a las novedosas y progresistas incursiones de la ciencia, son desequilibradas para contener el deterioro de la humanidad.
Acaso ciertas píldoras y jaleas misteriosas —misteriosas más por la sugestión que inyectan, que por su eficacia— y tratamientos epidérmicos que borran arrugas y enderezan miembros atrofiados, logran remozar fachadas averiadas e inocular calorías y revivir dormidos entusiasmos. Pero la vejez no se detiene, por más que la piel se desdoble con planchados plásticos.
Se pregona el hallazgo de terapias y de atrevidos medicamentos a base de magnetismos y de soplos milagrosos, dentro del tonto empeño de querer prolongar eslabones que, por fuerza, han de reventarse bajo el peso de la inercia.
El hombre se aferra a la vida en desesperado esfuerzo por retener energías que se merman y se destruyen con incontenible rapidez. Busca la fuente de la eterna juventud. Pero se encuentra de pronto viejo en la mitad de la jornada. Se ve desmejorado, se toca marchito y se detiene perplejo ante la juventud que ya torció la esquina, y mira asustado el porvenir que le llega atropellándolo.
Saber envejecer es un arte. La mayor sabiduría de la vida consiste en aprender a vivir cada día a plenitud, sin temor al siguiente y sin nostalgia del anterior.
Suponen los japoneses que al tomar un baño en una tina de oro puro asegurarán un año más de vida. Eso cuenta una revista, y dibuja, entre tantas frivolidades de la época, a un vejete sacudiéndose entre las aguas de una canoa de oro avaluada en un millón de dólares. ¡Vaya puerilidad más necia y estafa más improductiva!
La ley colombiana consagra una pensión de jubilación por veinte años de servicios, sobre la base de haber vivido 55 años de vida, si es varón; porque si es mujer tiene una rebaja de 5 años de su calendario, en un raro privilegio para el bello sexo, que según la ley natural, refrendada por la supervivencia de tanta viuda joven, demuestra superior potencia que el hombre.
Pero en uno y otro caso la vejez remunerada resulta una utopía y al propio tiempo un juego de azar en este mundo de ilusiones, de píldoras energéticas, de masajes rejuvenecedores y de sumergidas en tinas milagreras.
El Espectador, Bogotá, 1-II-1975.