El artista colombiano
Por: Gustavo Páez Escobar
Este típico personaje de las calles bogotanas, que improvisaba fáciles escenarios en cualquier sitio de la ciudad y que llegó a convertirse en auténtico intérprete del pueblo, está ahora postrado en un hospital de caridad. Sus admiradores desaparecieron como por encanto. Ya no desfila ante sus ojos ese errátil mundo bogotano que detenía la marcha, entre curioso y sugestionado, atraído por la lengua picante y a veces prohibida del legítimo «cachaco”, y desde su lecho repasará con impaciencia tanto recuerdo, ahora medio desdibujado, de su incontenible repertorio.
Fue, a lo largo de treinta o de cuarenta años, el mejor remedador de la farándula política, lo mismo que del pequeño o del gran acontecimiento, y gozaba, al igual que su auditorio, personificando a los protagonistas de la actualidad, a quienes fustigaba con fina ironía y ademán bufón, aunque también les concedía a veces el honor de la alabanza, cuando lo merecían en su veredicto implacable.
Dotado de aguda receptividad, siempre comprendió cuál era el problema o el tema del momento y desde su tribuna callejera llegó a convertirse, sin proponérselo, en crítico de la vida cotidiana No siempre nos damos cuenta de la importancia de estos tribunos del pueblo que logran mantener, mejor que tanto político envanecido, la simpatía de las inmensas masas que se deslizan por los ríos humanos de las urbes.
El “artista colombiano» sufre ahora la inclemencia de una lesión a la columna vertebral. Necesita médicos y drogas. Por allá, en el frío y solitario cuartucho del hospital, un periodista descubrió que el talento colombiano estaba derritiéndose entre una enfermedad voraz, alejado por fuerza de su teatro y sufriendo la ausencia y la indiferencia de su público.
No pide ayuda económica, según sus palabras, por más que se encuentre en absoluta indigencia, pero está esperando desde hace cinco meses que de su gran auditorio salgan personas que le lleven alivio para su tormento físico y moral.
En la cama del hospital sufre el «artista colombiano». Es, infortunadamente, el mismo destino del artista colombiano en general. Aquel, el que borró su nombre de pila para convertirse en un bien de inventario de la ciudad, y también de Colombia, ha pasado al olvido. Es el mismo que hizo gozar al pueblo durante largas temporadas. Ha sido quizás el mayor censor del acontecer nacional.
Con él se va algo, todos los días, del Bogotá de antaño. Cada sitio tiene su propio artista, su personaje autóctono, que se va desmembrando de la sociedad con dolor, como aquel que está arrinconado en Bogotá con su tragedia a cuestas.
Después del descubrimiento, varias cámaras de televisión y reporteros de periódicos lo visitaron y lo exhibieron con cierto toque de noticia, con cierto afán de actualizarlo, pero no todos con el enfoque real ante el hombre decaído, ante el artista que hizo las alegrías del público heterogéneo y que ahora declina después de haber cumplido el inevitable ciclo de la comedia humana.
El «artista colombiano» es patrimonio de la ciudad. Y esta debe hacerle menos ingrata la decadencia. Para su público, ese amorfo espectro de las grandes ciudades, es posible que esté preparando nuevas actuaciones para cuando pueda estirar, en cualquier vía pública, como lo espera y nosotros lo deseamos, su esqueleto remendado.
La Patria, Manizales, 1-III-1975.