El reto del desempleo
Por: Gustavo Páez Escobar
La desocupación del hombre en esta era caracterizada por el estallido de prodigiosos descubrimientos y los más inverosímiles ensayos es el mayor contrasentido de nuestros días. El hombre ha ideado insólitos medios para explorar los misterios que durante siglos permanecieron sepultados entre tinieblas impenetrables. La ciencia ha irrumpido a lo largo de este azaroso siglo veinte en todos los campos de lo recóndito, de lo sensacional y lo prohibido.
Pocos son ya los secretos que se ocultan al sabio. Se viaja hoy por los espacios ultraterrestres, se invaden planetas, se reta la profundidad de los océanos, se curan enfermedades mortales con la misma facilidad con que se fabrican mortíferos armamentos capaces de hacer volar la Tierra en un instante, y hasta se comete la osadía de pretender crear vida artificial.
Sin embargo, ese gigante de nuestra época, con todo su talento, con todo su poderío, con toda su audacia, que parece mantener aprisionado el mundo en la cuenca de la mano, no tiene previstos —porque ha retrocedido— remedios contra las seculares dolencias de la humanidad. Ignora el tal héroe que el hambre no se sacia con ciencia ni con luminosos ensayos de laboratorio, ni el desempleo se combate dilapidando millonadas en la fabricación de portentosas armas nucleares.
La desocupación es el gran desafío de nuestros tiempos. Hay hambre porque hay desempleo. Hay vagancia porque hay desempleo. Hay delincuencia porque hay desempleo. Desde los más remotos días la humanidad supo que para subsistir era preciso trabajar. La advertencia bíblica «ganarás el pan con el sudor de tu frente» pesa hoy como el mayor castigo sobre este mundo menesteroso.
Pero la mesa no alcanza para todos. Y los desperdicios, lejos de nutrir, tornan agresiva a la persona que se ve desalojada del festín de los privilegiados.
Nunca había sido tan desigual el derecho a la vida. Las fuentes de la producción y el abastecimiento se merman todos los días entre el despilfarro de la clase poderosa que no entiende las penurias de los de abajo y entre el acosamiento del planeta superpoblado que por eso mismo es cada vez más estrecho y menos recursivo. Es la guerra del hombre contra el hombre. Mientras más millones se consumen creando las fastuosidades y las sutilezas de esta época donde las naciones compiten por vanas supremacías, el mundo es más pobre.
El empleo, que es un instinto primario, es al propio tiempo un derecho divino. Debería ser el patrimonio mínimo, inalienable, del individuo. Pero la dignidad está pisoteada. Se escucha con frecuencia la voz de la Iglesia convocando la solidaridad de las naciones y la sensatez de los gobernantes para procurar la justicia social. Se notan, como casos aislados, los grandes esfuerzos, estériles a veces, de inquietos líderes que tienen tiempo y sensibilidad para detenerse en este capítulo de nuestra época dislocada.
Informaciones procedentes de Washington señalaban, para octubre pasado, un índice de desempleo en los Estados Unidos del 6 por ciento, equivalente a 5.5 millones de personas sin trabajo, y predecían que el promedio subiría al 8 por ciento hasta fines de 1975. Ese cálculo se distorsionó por completo al llegar la desocupación, en diciembre siguiente, al 7.1 por ciento, lo que sitúa la población cesante en 6.5 millones. ¿No resulta alarmante encontrarnos con un millón más de desocupados en el curso de solo 60 días en la nación más poderosa del mundo?
A las naciones pobres, como Colombia, esa ola de desempleo, con su secuencia de inseguridad, llega como un reflujo, impulsada por la caótica crisis mundial que golpea más fuertemente a los países débiles. El desempleo en Colombia aumenta a pasos agigantados. La producción va en descenso, los inversionistas se muestran temerosos, y las fábricas, que ven reducidas sus utilidades, deben licenciar personal.
Por eso el desempleo es el gran reto del siglo y se ha convertido en el flagelo de los pueblos. Malos momentos le esperan al mundo con esa inmensa masa flotante que no cuenta con oportunidades para su defensa. Las revoluciones siempre se han montado a la sombra de las desigualdades sociales. Pero los gobernantes sabios han encontrado mecanismos adecuados para derrotar momentos aciagos como este que amenaza el futuro de la humanidad, si continúa galopando el espectro del hambre, el mayor castigo de los pueblos.
El Espectador, Bogotá, 13-I-1975.