El laberinto de Nixon
Por: Gustavo Páez Escobar
Hay seres extraños, o mejor, privilegiados, como el Presidente norteamericano, que nacen predestinados para la lucha y difícilmente sucumben ante los embates del adversario, no importa que para mantenerse a flote sea preciso comprometer el prestigio personal y sacrificar su comodidad. La mayor característica de la vida pública del señor Nixon es su temple para superar los escollos que ha tenido que vencer a lo largo de la inconclusa batalla que arranca de los albores de su carrera contra escabrosas acechanzas, en conquista de competidos escaños parlamentarios, hasta su tenaz propósito por alcanzar el primer puesto de la nación, derrotado varias veces en su empeño, pero no extenuado en la contienda.
Cuando parecía seguro el triunfo tras denodadas jornadas, el magnetismo de Kennedy, personaje que como contraposición esgrimía sus primeras armas, truncó las aspiraciones de Nixon por el más precario margen que registra la historia. Nixon, apabullado y maltrecho, no abandonó el escenario y más tarde le mostró al mundo lo que vale una persona convencida de sus ideales. No hay duda de que él nació para ser fuerte en la adversidad. Su estoicismo es el arma que no han descubierto sus enemigos.
Si en el caso de Kennedy su buena estrella le hizo conquistar los más ambiciosos triunfos y lo colmó de gloria, tal parece que el sino de Nixon se ha empeñado en voltearle la espalda. Nunca, quizá, un presidente norteamericano se había visto tan acosado por sucesos menores del acontecer doméstico.
El caso de Watergate pesa en tal forma contra el prestigio de la más poderosa nación del mundo, que tiene tambaleando la estabilidad del Gobierno. Con más suerte de la que acompaña a Nixon, es posible que Kennedy habría desbaratado sin mucho esfuerzo esa maquinación. La historia demuestra que el espionaje es tan antiguo como el mundo, y que se trata de un recurso, de una herramienta de los Estados para detectar la presencia de fuerzas o de elementos extraños que deben vigilarse para poder gobernar.
Pero en la situación de Nixon, para quien las cosas no nacieron fáciles, este acto se tornó explosivo y ha tomado tal magnitud, que está a prueba la propia seguridad gubernamental. Se concentra el problema en unas cintas mal resguardadas. Los Estados están expuestos a pequeñeces que se agrandan en ocasiones y atentan contra su equilibrio. Cuando no son unas cintas, puede ser un enredo de faldas o la infiltración de un espía en las altas filas de mando.
Nixon, como veterano luchador, defiende su decoro, que es al mismo tiempo el decoro del Gobierno, y se niega a entregar las grabaciones por considerarlas documentos privados del Estado, actitud que para sus opositores resulta fácil combustible para propagar suspicacias y atentar contra el prestigio oficial. Nixon demuestra que es hombre de pelea. Pero decaen las acciones de su administración. Proliferan las encuestas y las cábalas. Él trata de salir del laberinto. Como hombre de lucha sabe que su arma oculta es la tenacidad, que ha esgrimido en otras ocasiones y con la que espera triunfar de nuevo.
Parece un contrasentido que mientras el veloz Kissinger soluciona conflictos en sitios neurálgicos para los Estados Unidos, su Presidente siga atrapado en la encrucijada de su propio país. Aunque no es improbable que la destreza política de Nixon, y sobre todo su resistencia, terminen enseñando que los laberintos son confusos pero tienen salida.
La Patria, Manizales, 18-VI-1974.