La rebeldía juvenil
Por: Gustavo Páez Escobar
El mundo presencia con desconcierto el acto de rebeldía de cinco muchachas norteamericanas –cuatro de ellas muertas por las balas de la justicia– que hace pocos años no hacían presentir que detrás de sus holgadas juventudes pudiera esconderse el embrión revolucionario.
De edades similares, nacidas en hogares acomodados, dueñas de dulces atractivos físicos, de personalidades decididas y no solo buenas estudiantes sino además avanzadas en las disciplinas humanísticas, su futuro no podía mostrarse sino prometedor y envidiable. Todas dejaron en los claustros docentes huellas de poseer condiciones de líderes por la brillantez de sus inteligencias, por su carácter firme y atrayente, y también por sus convicciones extremistas que se manifestaban con características que más tarde, por los raros caprichos del destino, las llevarían a hermanarse en los mismos ideales.
Resultaron matriculadas en el Ejército Simbionés de Liberación y lo que en principio pudo ser una insegura incursión ideológica, con fondo de aventura juvenil, más tarde se convertiría en acción beligerante al empuñar las armas. Irrumpió, de pronto, este comando de cinco bellas mujeres armadas de metralletas, que asaltaban bancos, que cometían secuestros, que sembraban el escándalo y el pánico.
Nunca un arma resulta más repulsiva que en las suaves manos de una mujer. Estas manos, en lugar de prodigar el bien y de tejer entre sus dedos las filigranas del amor y de la paz, claudicaron entre el fragor de las balas y el estallido del odio.
¿Por qué disparaban contra la sociedad? ¿Por qué abandonaban su postulado feminista para reclamar, torpemente, confusas posiciones sociales? ¿Por qué rompían los moldes de su mundo muelle para arremeter contra su propio estamento burgués?
Criadas en ambientes pródigos pero demasiado libres, un día se sintieron hastiadas del lujo y experimentaron vacío. Las satisfacciones materiales que llegan sin esfuerzo, de manera espontánea como en el caso de estas jóvenes, crean desequilibrio emocional. Tal la paradoja de estos hogares prósperos que cifran su estructura en el solo hecho material y olvidan que la profusión de holganzas y la ausencia de afecto intoxican el espíritu. No miremos en este clásico ejemplo de rebeldía denominador diferente al de la desadaptación de la persona en su medio ambiente.
Ese rechazo de las cosas impuestas hace buscar, como necesidad síquica, la liberación. Liberarse en tales condiciones no es otra cosa que romper tradiciones que no alimentan, destruir monotonías enfermizas, explorar refugios contra la desesperanza. Propósitos que casi nunca se alcanzan, pues el mal ya va prendido en la conciencia y ha quedado impreso como un sello indeleble, como una cicatriz que no tendrá cura por haber sido inoculada en el seno del hogar, ese misterioso ámbito que plasma o propicia la personalidad, con su secuela de bienandanzas o de infortunios. Liberarse, en otras palabras, es protestar.
La liberación significa un grito de angustia en nuestros días, una demanda de comprensión, un esfuerzo para superar estados conflictivos. Por desgracia, los medios a que se acude resultan por lo general estériles, cuando no dañinos y contrapuestos, como en el drama norteamericano.
Con esa desadaptación —primer ingrediente para la catástrofe— la persona que crece desambientada, por más que nade entre riquezas, es fácilmente influenciada por peligrosas teorías que le ofuscan la mente. Y bien pronto caerá en las garras de la droga, de la marihuana, del suicidio o de tantos exabruptos de nuestra época. Pretende liberarse sin darse cuenta de que se está traumatizando cada vez más, hasta que se convierte en un irreversible resentido social, capaz de protagonizar episodios como los de estas mujeres que el mundo mira con asombro, y hasta con repulsa, pero no con la necesaria comprensión.
Patricia Hearst, la sobreviviente, estará perpleja en su caótico infierno y le pesará el arma en las manos. Escondida en cualquier frágil fortaleza, como una delincuente común, pensará en sus compañeras muertas por las balas de la misma sociedad contra la que ellas se rebelaron, y sentirá más rencor al sobrevivir en un panorama desolado, por más que muy cerca flota su opulento hogar al que no quiere, al que no puede agarrarse, si en él no hallará respuesta a su frustración.
El Espectador, Bogotá, 29-V-1974.