Si Hipócrates viviera…
Por: Gustavo Páez Escobar
En los tiempos primitivos la gente se moría con mayor facilidad que ahora, pues no existían los recursos de defensa que hoy ofrece la medicina. No sabemos cuáles eran las enfermedades más comunes de aquella época, aunque se supone que la humanidad se ha visto siempre atacada por virus semejantes a los que invaden hoy nuestras precarias células vitales, con la diferencia de que en aquellos tiempos se trataba de enemigos invisibles, mientras que ahora son fácilmente identificados por el microscopio y vencidos por la ciencia.
El hombre permaneció desamparado durante siglos. El dolor, si bien es una de las desgracias del ser humano, debió ser intenso cuando no se disponía de medios para aliviarlo. Quedan aún microbios inexpugnables que se resisten a las más esforzadas terapéuticas. En la antigüedad los enfermos eran tratados en forma ruda, ante la ausencia de recursos para entender y curar los males. Se vivía bajo el imperio de la superstición y la hechicería, con cierto influjo de intuición y de poderes mentales y con desconocimiento del organismo humano.
Un día nació en Grecia, 460 años antes de Jesucristo, el hombre que ocuparía la galería de la historia coma el «padre de la medicina». La magia, la hechicería, la intuición iban a ser destronadas, porque se estaba abriendo campo la medicina como ciencia. Hipócrates consagró su vida a la investigación y descubrió que no existe enfermedad inorgánica, sino que toda perturbación es lógica y explicable, y no sagrada o misteriosa como se suponía.
Gracias a su celo nació la sensibilidad por el dolor ajeno. Es él, por excelencia, el supremo sacerdote de la medicina. El juramento que tomaba a sus alumnos es la mejor expresión del espíritu místico que le imprimió a la medicina, dignificada desde entonces como la más noble de las profesiones, si bien con el correr de los tiempos, y sobre todo en épocas recientes que tocan con la distorsión de los principios éticos, ha perdido enjundia aquel compromiso.
Era el médico un apóstol que sacrificaba comodidades y halagos para aliviar los infortunios de la humanidad. Se recuerda con nostalgia, porque su existencia está desdibujada en nuestra época, al médico de familia, el insomne vigilante del hogar que pasaba largas vigilias a la cabecera del paciente en abierto reto contra el mal.
Jorge Isaacs nos legó una página sublime sobre la enfermedad de María, donde nos hace vivir los dramáticos momentos que rodearon la búsqueda de un médico en la inmensa llanura sacudida por el rugido del huracán y el gemido del viento. El emisario recorre veloz, desesperado, los campos y los bosques, apura el trote del caballo cuando este parece atascarse al vadear los ríos o al penetrar por enmarañadas trochas. A las dos de la madrugada se respira al fin, como si se hubiera salvado, con el solo hallazgo del médico, la agonía de la enferma, a cuyo lado vuela el galeno en medio de la adversidad de la noche inclemente.
Lo que esta página tiene de poético, lo tiene también de retrato de la época. Allí, en medio de aquella noche convulsionada por el relámpago y el huracán, era el propio Hipócrates el que apuraba la cabalgadura para llegar a tiempo. Isaacs no hubiera tenido igual motivación para pintar ahora la misma escena.
La figura del médico, salvo honrosas, hipocráticas excepciones, ha perdido ese toque de magnificencia. Está a la vista el paro médico decretado en el Seguro Social. El millón doscientos mil colombianos afiliados a la entidad ha quedado desamparado. Y estamos en el mejor momento del avance científico.
Los médicos lanzan unas proclamas, presionan unos honorarios y luego se van a la calle abandonando la suerte de la población angustiada, sin interesarles el juicio de la sociedad atónita y conmovida. Reclaman mejores condiciones salariales, aspiración que no tiene por qué discutirse si es justa, pero que coaccionan, como un sindicato cualquiera, con estrategias ordinarias.
Lo reprobable de tan insólito y repetido paro médico es el procedimiento, pues por lo demás resulta razonable que en una sociedad de consumo se busquen medios decorosos de vida. Se calcula que si Jesucristo resucitara lo volverían a crucificar.
Si Hipócrates viviera en el siglo XX tendría que rasgar su juramento, por imposible, y no conseguiría siquiera una cita en el pomposo Instituto Colombiano de Seguros Sociales.
El Espectador, Bogotá, 1-V-1974.