El Cementerio indígena de Córdoba
Por Gustavo Páez Escobar
Es Córdoba un simpático municipio del Quindío con nombre de prócer y alma montañera, distante media hora de Armenia y al que se llega por una carreterita serpenteante y siempre en ascenso, que algún día será pavimentada, ganando categoría y elegancia, aunque perdiendo el encanto de verse invadida por la exuberante vegetación tropical que riega al paso del vehículo el aroma del ámbito campesino.
A lado y lado de la vía se entrelazan dos frutos de la tierra, símbolos de prosperidad y poderío: el café y el plátano, el uno coquetón y con mejillas sonrosadas tocadas de sol y brisa, y el otro, el de las largas alas protectoras, abanicando y prodigando sombra al grano que se sacrifica, apenas en su despertar, para enriquecer las arcas de la patria.
Algún día, digo, quedará asfaltada la carretera, pues no otro puede ser el destino de esta comarca quindiana enganchada al progreso. Prefiero, con todo, el pedregoso camino que avanza con lentitud por entre agrestes parajes, esquivo al tráfago del vértigo, el mismo que me llevó en una saludable evasión hasta Córdoba, movido por la curiosidad de conocer el cementerio indígena que acababa de ser descubierto.
Sería un inmenso tesoro arqueológico cubierto por muchas capas de tierra y grandes murallas de piedra, de donde emergerían, como en uno de los pasajes de las mil y una noches, visiones fantásticas del grandioso ayer que en esta región de guaquerías, de leyendas y de misterios sigue en gran parte sepultado, casi intacto, entre cafetales y platanares, como una riqueza inextinguible, por más que la piqueta y la codicia perforen aquí y allá, y a todo instante, y sobre todo bajo el sigilo de largas, de sudorosas horas noctámbulas, las entrañas de la tierra.
El sitio, como era de suponer, debía estar resguardado por la fuerza pública en previsión de atropellos y piraterías, y muchas gentes llegadas de diversas latitudes del país y del exterior desfilarían en agitada romería. Algo debió entender el vehículo de la impaciencia que a mi amigo y a mí nos embargaba, pues apuró la marcha al tocar la primera calle del pueblo y solo se detuvo, medio desconcertado, en lo más alto de la plaza, lugar que se hallaba sosegado, vacío de ventorrillos y de aglomeraciones, y solo habitado por los pocos contertulios que se ven en Córdoba en un día que no sea de mercado, de visitas del Comité de Cafeteros o de manifestación política.
La maestra del pueblo, que todo lo sabe, nos indicó el camino por donde llegaríamos al punto del hallazgo. Por entre gredas y malezas se deslizó el automotor, no apto para terrenos escabrosos, y luego de avanzar y retroceder muchas veces, de penetrar por trochas equivocadas, de aporrear cafetales, de rugir entre los charcos y, finalmente, de destrozar los resortes y quemar medio motor, hllamos el campo de promisión. Estaba desierto, silencioso. ¿Y las multitudes? O estábamos mal informados, o se habían levantado con el tesoro. ¡Triste soledad la del cementerio indígena! Pensé, entonces, con Bécquer: «!Qué solos se quedan los muertos!»
Dos muchachos, escondidos tras un matorral, se decidieron al fin a confirmarnos que ese era el cementerio indígena. Pero no hallamos nada. Ni una calavera, ni un hueso, ni una alcarraza, menos ninguna estatua en oro, y ni siquiera el más simple olor que denunciara la presencia de cualquier extraviado cacique. Mi amigo, con un costal al hombro, y yo con una pala miedosa, intentamos en vano, movidos por súbito entusiasmo científico, encontrarnos con los espectros.
Pero todo fue inútil. Con sonrisa socarrona nos confesaron los dos campesinitos que el buldocero, que explanaba el terreno para una cancha deportiva, y el policía, a quien habían mandado para que lo cuidara, habían saqueado las tumbas.
Por allí vimos unos boquetes y un manantial de agua límpida. Bajo nuestras plantas el piso se sintió flojo, quebradizo, con denuncia de caverna, y algo se movió en el intestino del monte. Pensé que los dioses tenían sed y preferí escapar con mi amigo.
Cuando oigo hablar del cementerio indígena de Córdoba, me acuerdo del buldocero y el policía. Y también de los dos muchachos escondidos en el monte, que terminaron esfumándose como por obra de encanto. Quizás el episodio pertenece a la fantasía, al misterio con que se escondieron los quimbayas en los predios quindianos.
La guaquería, complicada profesión, está rodeada de secretos, de leyendas y mentiras. Me he puesto a veces a pensar, y que Dios me perdone, que mi amigo regresó cualquier noche de luna llena con la pala y el costal, pues lo noto ahora más erudito en arqueología. Aunque también sospecho que él supone lo mismo respecto a mí, y que Dios lo perdone por mal pensado.
La Patria, Manizales, 15-IV-1974.