El diablo anda suelto
Humor a la quindiana
Por: Gustavo Páez Escobar
La advertencia del Papa Pablo VI sobre la existencia del diablo ha desencadenado los más diversos temores, pues no todo el mundo entiende que este personaje bíblico no tiene figura corporal, aunque sí está invisiblemente presente a todo momento, como el principio del mal que es. Querámoslo o no, lo llevamos a cuestas, cuando no es él quien hace lo propio, y pende de nuestra vida como el símbolo de la maldad.
Muchos, empero, ante las palabras papales temen encontrarse con este fantasma que la imaginación (por lo menos la mía, en un ayer ya superado) lo representaba resoplando candela por todos los orificios, rojo de la rabia y de la vergüenza por habérsele despojado de su privilegio de príncipe de los ángeles rebeldes y listo a embestir con su tridente implacable y su mortífera cornamenta.
Hoy para mí no existe el espíritu maligno así encarnado, lo que no obsta para encontrarme con él a diario y a cada instante, vestido de las más disímiles maneras. No soy, contra lo que pueda de pronto sospecharse, un poseso como la sordomuda de Usaquén de que habla algún periódico, en quien han fracasado todos los exorcismos e intentos parasicológicos, pues sigue ella de todas maneras soñando con el ejército de diablos que toda una vida la ha perseguido en plan de violarla, sin que las visiones hayan pasado de ser simples amenazas. Como la anciana es muda y sorda, y esto da lugar para pensar cualquier cosa, puede suponerse que los tales demonios no son otros que sus propios semejantes en quienes ha encontrado sin duda siniestras intenciones.
Harto me esforcé inculcándole a cierto amigo que no fuera crédulo, que no fuera liso, que dejara de ser tan pendejo, sin que me escuchara ni creyera en mis admoniciones, hasta que terminé viéndole crecer los cuernos que su mujer le puso. Pobre diablo este que, al igual que muchos, creen que todas las esposas son unas santas y olvidan que la mejor concepción del demonio es, ni más ni menos, con cola y con cuernos.
La Iglesia, a través de los siglos, ha reunido siempre el bien y el mal como fórmula inseparable de la naturaleza humana. Donde hay algo sano, siempre existirá el espíritu dañino tratando de atacarlo y de corromperlo. En el arte gótico eclesiástico se encuentran demonios retorciéndose al compás de danzas desbocadas y provistos de estridentes con los que arrojan las almas al infierno, figura esta de indudable provecho para la sana Edad Media.
En otros casos aparece el mal representado por un horripilante dragón que yace aplastado bajo los pies del santo. Sucede, en nuestros tiempos, que el mundo se ha desquiciado al influjo del desenfreno y es la voz del Papa la que se deja oír para recordar, cuando la perversión es tanta, que el diablo anda suelto.
Por ahí en las esquinas hay mucho ingenuo esperando verlo en carne y hueso. Y es posible que sueñen con él, cuando es tanto el miedo y la sensibilidad hacia este reptil que, sin darse cuenta los muy tontos, está dentro del propio ser, tratando de imponerse en la conciencia.
Y es que el Diablo, a quien esta vez le doy la solemnidad de una mayúscula, tiene muchos intérpretes. Lo conocemos como el «cojuelo» Asmodeo paseando por Madrid durante la noche y desentejando los techos, con un estudiante de la mano, para ver cuanto pasa en las puras e impuras intimidades.
Desde siempre el hombre es un ser enredador, travieso y malévolo. ¿No ha visto usted, acaso, en su vecino, en su amigo, en su pariente, este siniestro personaje de Vélez de Guevara? No espere hallarlo con tridentes y vomitando chispas, pues a todo momento pasa a su lado con otra forma, si es que Asmodeo no se ha reencarnado en usted mismo cuando le da por ser fisgón y meterse en la vida privada de los demás.
Una de las mayores condiciones demoníacas es la astucia. Y la astucia engendra la picardía, el engaño, la raposería, el dolo, la envidia, la usura, la calumnia… ¿Será preciso designar más diablejos para convencernos de que el Papa no se equivoca? Además, por lógica, el diablo es de pésimo genio, colorete y muy feo; aunque, por otra parte, habiendo sido Lucifer, o sea, pleno de luz, conserva signos distinguidos, lo que indica que nadie se salva de tener ingredientes satánicos, acentuados o en potencia.
Yo pintaría, en esta era moderna, mi propio diablo: un ser elegantón, muy cachaco, a veces feo, a veces hermoso, de ojos azules, signo de viveza, pero también de veneno, ágil, parlanchín, con sombrero ocultándole los cachos, sociable quizás, aunque sulfuroso, de pronto intelectual, de pronto ignorante, astuto o falsamente apocado… Suministro tales rasgos genéricos para quienes andan despistados. Y en alguna parte le colocaría la cola. No debe olvidarse, finalmente, que el mundo no solo está poblado de demonios, ya que el mal no distingue sexos, y la diabla es la mujer del diablo.
La Patria, Manizales, 22-III-1974.
Revista Ventanilla, Banco Popular, junio de 1975.
El Espectador, Bogotá, 13-V-1983.