El alcalde mordelón
Por: Gustavo Páez Escobar
El mordisco que el alcalde de Cartagena acaba de propinarle a un turista exaltado, médico para colmo del dolor, con lesiones en su indefensa oreja izquierda, no es un mordisco cualquiera. Si usted camina tranquilamente por la calle y siente, en el momento menos pensado, los colmillos del perro vagabundo, al que sin darse cuenta le había pisado la cola, clavados en el muslo o en la nalga (y quiera Dios que no en lugares limítrofes más sensibles), el caso pasará inadvertido y no revestirá ninguna importancia, por más importante que usted sea.
Pero si la mordedura proviene de dientes tan finos como los del señor alcalde, el hecho, a más de pintoresco y por más desgarrador que resulte, despertará el interés que suscitan los actos oficiales, y es posible que su adolorido apéndice se convierta, como en las fiestas bravas, en emblema de triunfo.
Recordemos, para corroborar la trascendencia de ciertos incidentes exóticos, el arrebato de Nikita Kruschef que movió la atención del mundo, y no armado de bombas atómicas, como era su distracción y continúa siendo la de sus sucesores, sino con su bota como medio para hacerse escuchar. Es el único hombre que ha sido capaz de taconear tan fuerte, tan enérgico, que el mundo entero se erizó. Aquella bota, de por sí un elemento insignificante, pasó a las páginas de la historia solo por haberla agitado el bravo Nikita en ademán tan inesperado como grandilocuente.
Laureano Gómez, otro bravo de la historia, cobró una discordia a paraguazos en pleno centro de Bogotá. Aunque no causó daños físicos, nunca un paraguas había sido tan aplastante ni desmoralizador.
Lleras Restrepo, genio igualmente volcánico –y los volcanes son soberbios–, aplastó una revolución con su reloj de pulso, al manifestar a los colombianos, en escalofriante escena de firmeza, que la ley marcial que se impondría en una hora no quería gente en las calles. Los hogares quedaron completos en contados minutos, pues se comprendió que el desacato a la advertencia presidencial podría dejarlos incompletos.
Pero no confundamos las arremetidas que tienen un fondo oculto de grandeza, con lo que en otro terreno puede ser un simple deseo de hacerse notar. La separación de Liz Taylor de su bohemio Richard, sus posteriores coqueteos y su dulce reconciliación, como si nada hubiera sucedido, hacen pensar en un aparato publicitario, tan útil para las personas que comienzan a oxidarse.
Los políticos se desgastan más que las luminarias del cine. Y también los alcaldes. Si esto, de pronto, le ha sucedido al burgomaestre cartagenero, claro está que un mordisco bien dado puede restablecer su popularidad. Su fogosidad ha creado suspenso, expectativa y hasta cierto entusiasmo para algunos que no quieren que sus alcaldes se pasmen y desean, por el contrario, que salgan de inconvenientes marasmos, así sea a empellones o a mordiscos.
Falta saber si la «legítima defensa» que llama el alcalde de marras a su acción extraoficial con el galeno bogotano es un toque publicitario o un arrebato de mal genio. La discusión entre varios amigos está dividida. Unos hablan de canibalismo; otros de desenfreno tropical; y otros de un acto de autoridad. Pero todos coincidimos en que el precedente no es bueno, porque puede ser prendedizo.
Ayer estuve metiendo el hocico en las finanzas municipales de Armenia, en amable tertulia con su alcalde, mi caro amigo, bajo la sombra hospitalaria de una casa de campo. Al llegar a cierto punto de cordial controversia, la ficción me hizo verle los colmillos demasiado afilados. Desde entonces preferí ponerme de acuerdo en todos los planteamientos y pensar, más bien, en el paraguazo de Laureano, pues por fortuna mi dilecto amigo no usa tal artefacto.
La Patria, Manizales, 11-I-1974.