Luces de Navidad
Por: Gustavo Páez Escobar
Extinguido ya el alboroto navideño, crepitan en la mente las últimas luces de un diciembre agitado y nebuloso, acaso más difícil y contradictorio que muchos diciembres precedentes, pero seguramente menos agobiante que otros por venir. Es la vida, en efecto, cada vez más vertiginosa, más alocada, menos consciente. No estamos en la época de los diciembres desenvueltos, llenos de gracia y delectación, archivados ya en el álbum de las remembranzas. No hay tiempo ni lugar, como antaño, para caminar despacio, para vivir en reposo. La fiebre de la velocidad, del atropello, ha invadido al mundo.
La Navidad, que por esencia es la fiesta del hogar, se ha desdibujado y es ahora, ante todo, símbolo comercial cuya importancia parece medirse por el índice de ventas en los almacenes. El afecto, que también se ha degradado, se hace más expresivo mientras mayor sea el costo de los obsequios. La gente corre, se afana, en persecución del regalo que no siempre resulta el más apropiado en este tonto empeño de querer sobrepasar el gesto del amigo, por más que el presupuesto no alcance. La tarjeta de Navidad, testimonio que fue de verdadera amistad, no pasa de ser hoy una costumbre mecánica, un formalismo mercantil.
El padre de familia, acosado de penurias, debe soportar todo el peso de estos diciembres angustiosos que exigen su mayor esfuerzo y su máximo sacrificio. En la calle, en el almacén, en la oficina, estará siempre asediándolo la idea de proporcionar unos momentos de felicidad a los suyos y buscando la manera, por lo general esquiva y a veces imposible, de compartir con ellos los recursos que le niega la suerte.
La tradicional cena matizada de buñuelos y natillas, que congregaba a la familia en pleno y reconciliaba distanciamientos y malquerencias, se ha quedado sin quórum. El hogar anda disperso. Y la Navidad es menos íntima.
Pero admitamos que estamos en el mejor periodo de la fastuosidad, del colorido, de la fantasía. El sencillo juguete que antes accionaba el niño con un cordel elemental, o a puntapiés si era preciso, y que lo llenaba de júbilo por más que no caminara, resulta hoy inconcebible en el estallido de la ciencia locomotriz que pone a rodar trenes inmensos, con pitazos auténticos cuando se sumergen en la oscuridad del túnel; o a caminar muñecas maravillosas que no solo dan pasos de persona grande, sino que emiten, mejor que muchos desventurados mortales, lloros y risas de envidiable naturalidad. Poder llorar o reír, a gusto y con el necesario desahogo, es otro de los derechos que nos ha robado esta época mecanizada.
Continúa siendo, por fortuna, la festividad de los niños. Y nosotros, los niños de ayer, que hacíamos mover el camión de madera en un declive, a falta de los medios actuales de locomoción, y que no conocimos muñecas caminadoras, ni perros mecánicos que ladran y muerden, ni platillos espaciales, ni artefactos supersónicos, gozamos cuando los pequeños nos permiten meternos en sus fantasías y nos confían, así sea fugazmente y a regañadientes, el timón de su universo maravilloso, de ese universo que duele a veces cuando las fuerzas con que lo edificamos no están bien equilibradas.
El chisporroteo de la Navidad cesa de pronto y la chiquillada abandona la juguetería que en corto tiempo ha quedado averiada, posiblemente inservible, y comienza a fabricar planes para un diciembre nuevo, que al igual que nosotros los adultos –los niños de ayer–, todos ambicionamos menos gris y más luminoso.
El Espectador, Bogotá, 24-XII-1973.
La Patria, 4-I-1974.
Satanás, Armenia, 24-XII-1976.
Revista El Velero, Coempopular, Bogotá, diciembre de 2010.