Personalidad de escritorio
Por: Gustavo Páez Escobar
Curiosamente el escritorio, una de las más antiguas herramientas de trabajo, se ha convertido en símbolo de frustración. Este servidor del hombre, mudo testigo de tanto suceso de la vida cotidiana, es por lo general elemento frío, expuesto como se halla a composturas y ambientes estirados, y solo por excepción parece menos inerte en áreas descomplicadas.
Miremos ejemplos: Está el del alto ejecutivo, a cuyo recinto se llega con cita previa y atravesando salas y antesalas, con cohibiciones imposibles de reprimir. Lo encontraremos hundido en el laberinto de sus negocios y acosado por el vértigo de preocupaciones y sobresaltos que hacen parte de su mundo cotidiano. Su mesa de trabajo se ve atiborrada de libros y papeles en tránsito que deben ser evacuados en lucha contra el tiempo. El saludo será breve y la conversación, recortada. Sonreirá, es posible, al estrecharnos la mano, pero se sentirá más aliviado cuando nos despegamos de la silla y tomamos el camino de regreso.
Dentro del escritorio se hallarán dos o tres frascos con píldoras para equilibrar el sistema nervioso. Pero no lo culpemos, porque la empresa deshumaniza. El escritorio de los ejecutivos enferma y traumatiza.
En un rincón de la oficina recaudadora de impuestos, el empleado común, burócrata por vocación, acciona números en la máquina que sabe mejor que él las cuatro operaciones aritméticas, emborrona libretas, contesta dos teléfonos al tiempo, escribe cifras y rellena espacios, pero no le queda tiempo para saludar y mucho menos para mirarnos a la cara, porque sus cálculos deben cumplirse también contra reloj.
Si estamos de buenas, no nos regañará. Pero como es difícil estarlo en estas marañas oficiales, saldremos de igual o peor genio que el déspota de turno. Y eso que deberíamos sentirnos de plácemes por efectuar el acto cívico, y desde luego heroico, de pagar la cuenta que tantos insomnios nos había causado.
A la oficina de empleos nos arrimamos despacio y acomplejados. Repasamos, antes de entregar el formulario, la recomendación del jefe político, redactada en términos tan obligantes, que llegamos a vernos encasillados en la nómina. El funcionario tiene por lo menos el gesto de detenerse a leer nuestra pequeña biografía, y nos despide, con sonrisa que reconforta, ofreciéndonos la próxima vacante, mientras al voltear nosotros la espalda, rasga los papeles ante la complicidad de la secretaria, que espía el acto desde el escritorio vecino.
Pero como no todo es acidez, acerquémonos al vendedor de automóviles, o al de electrodomésticos, o al de cédulas de capitalización, o al de tantos otros artículos difíciles o imposibles para el común de la gente, y hallaremos a un señor ágil y refinado, o a una señorita pizpireta y almibarada, quienes entre venias y cortesías nos pasearán por todos los lugares del establecimiento y nos deslumbrarán con los planes que en un minuto pueden volvernos propietarios con solo el aporte de una pequeña cuota y la firma de un papel que se llena antes de terminar el tinto que nos habían servido sin nuestro consentimiento, como una muestra más de cordialidad. Si no llevamos la mercancía, fingirán no molestarse, pero a nuestra salida desahogarán en el escritorio la insatisfacción del fracaso.
¿Habrá algo tan encantador, aunque no convenza, como una secretaria bonita diciendo mentiras por cuenta del jefe? ¿Y habrá algo tan antipático como un gerente de banco (yo lo soy) negando créditos detrás de un escritorio en nombre de la inflación monetaria?
Digamos de una vez que el escritorio imprime, para muchos, una doble o falsa personalidad. Hay quienes se sienten grandes o pequeños de acuerdo con la medida de su mesa de trabajo. La neurosis es hoy, ante todo, una enfermedad de escritorio. El carácter se distorsiona bajo el influjo del oficio.
Yo he visto a personas hurañas, antipáticas, detrás del escritorio, como parapetadas en una trinchera; y las he vuelto a ver muy amables y extrovertidas en la calle o en el salón social. He escuchado grandes mentiras entre los sorbos de esos tintos que se sirven por compromiso, y he descubierto la verdad en otros escenarios. Hay gente que se vuelve rígida, circunspecta, si está encaramada en el engranaje empresarial, y se desdobla o se relaja, que es lo mismo, tan pronto abandona la puerta del establecimiento; o el establecimiento se deshace de ella, que es casi lo mismo.
Existen, por ventura, y para contradecir la línea general, quienes no solo se resisten al embate empresarial, sino que tratan de humanizar este ámbito que es, en el fondo, un medio incivilizado de vida. Y si no lo consiguen, no permiten que la inteligencia se maquinice.
Es lo ideal que no sea el escritorio el que dé personalidad. ¿Para qué una personalidad de escritorio? Hay escritorios que crecen, que brillan, y otros que se opacan y disminuyen, según sea quien los ocupe.
Pugnan hoy las fábricas por representar novedosas líneas de oficina. Yo, que me he medido varios escritorios, mantengo miedo aterrador a que alguno llegue a quedarme grande. No hay como la mesa casera, sencilla y sin resabios, y verdadero sitio de intimidad y descanso. No produce divisas, pero seguirá siendo un refugio contra la fatiga empresarial. Pienso, con el vate cartagenero, que no hay como los zapatos viejos, que ni maltratan ni deforman.
La Patria, Manizales, 24-XII-1973.
El Espectador, Bogotá, 22-I-1975.
Prensa Nueva Cultural, Ibagué, agosto de 1993.