Economía miníma
Por: Gustavo Páez Escobar
Mi peluquero tenía la rara cualidad de trabajar callado. Así lo había acostumbrado desde que le prometí no matricularme en la escuela de los melenudos si durante los treinta minutos de la motilada me permitía leer cualquiera de las revistas que se prestan en tales establecimientos, no sé para qué, pues cuando no es el ruido que infesta el ambiente con los silbidos selváticos de la canción protesta, es la cotorra del torturador de turno que, armado de barbera y de cuerdas bucales que parecen de acero inoxidable, termina metiéndonos en la cabeza que la viuda de veinte días ya está saliendo con el mofletudo tenorio que mantenía en disponibilidad.
En los dos últimos meses, mi peluquero ha hablado dos veces, en lenguaje breve y elocuente. La primera: «Si la vida subió el 30 por ciento, como dice la revista que “estuvimos” leyendo mientras lo arreglaba, tres pesitos más en adelante son una bicoca para usted». Y la otra: «Con dos pesitos más compensamos la devaluación del dólar». Desde entonces no leo revistas y permanezco más actualizado, pues mi confidente de “cabecera” me ha contado, con pelos y señales, que la viuda ha cambiado tres veces de acompañante, porque ella también se ha valorizado.
El lustrabotas es analfabeto, pero también sabe economía. Le subieron el betún y aún sigue sacando las mismas 67 emboladas de la caja, sin sacrificar el brillo profesional, pero con ligero reajuste de cincuenta centavos en la tarifa. Me cuenta que a pesar de que la carne, y los cigarrillos, y la cerveza, y la leche, y el bus, y la luz, y el arriendo, y no sé qué más, subieron de precio, ahora tiene más dinero para la juerga del sábado.
Bien pronto cambié la reacción de protesta al pensar que cincuenta devaluados pesos que se botan tan fácilmente no deben ahorrarse si contribuyen al lustre externo, tan necesario en este mundo engominado, así sea aceptando a regañadientes el alza del 45 por ciento en un servicio que por lo menos nos hace caminar menos apenados.
Al unísono con la lustrada, nada mejor que saborear una buena taza de café. Como es plena época cafetera y el mercado externo está salvando la economía del país, pagar un poco más por el tinto es apenas rendirle tributo al artículo redentor de las finanzas nacionales. Teñido con leche, vale más, lógicamente, pues el verano secó los pastos y las ubres de las vacas, y por otra parte, el azúcar, para uno y otro caso, es producto de lujo.
Ante argumentos tan sólidos, se pagan sin protesta los veinte o los treinta centavos más. A la mesa llegará, claro está, el vendedor de lotería con el novedoso plan de hacernos millonarios de la noche a la mañana. Y como siempre, perdemos. Es bueno tomar como sobremesa una aspirina o un calmante, artículos que en el café tienen una ganancia del 500 por ciento, y en la droguería solo han subido el 176 por ciento.
Usted, que mentalmente ha acompañado este recorrido y que sin duda lo ha realizado muchas veces, sabe que no es imaginario. Aprenda principios de economía preguntándole al peluquero, o al lustrabotas, o al tendero, por qué sube la vida. No se lo explicarán con palabras técnicas, sino con ejemplos elementales como los que se recogen en estas líneas.
Sin el galimatías de los economistas, de todas maneras lo harán pensar que en este enredo, en este proceso multiplicador (inflación llaman aquellos), hay por lógica un mártir. Si su mujer remata la lección de economía diciéndole que algo se ha volteado, no dude que usted es la víctima: ese algo es la cuenta en el banco. Y si es otra cosa, tanto peor.
El Espectador, Bogotá, 6-VI-1973.
La Patria, Manizales, 14-XI-1973.