La envidia y la literatura
Por: Gustavo Páez Escobar
Es la envidia uno de los males más corrosivos de la humanidad. También es de las pasiones más arraigadas y universales. Cuando exploramos nuestro mundo interno, no queremos reconocer la presencia de este virus que carcome y destroza, y pretendemos señalar otros factores como causantes de los fracasos. La envidia engendra no pocos vicios y está señalada como uno de los más importantes motivos del infortunio.
Bertrand Russell dice que «la persona envidiosa no sólo quiere hacer daño y lo hace siempre que puede con impunidad, sino que ella misma se hace desgraciada a causa de la envida. En vez de gozar de lo que tiene, sufre por lo que tienen los demás».
En el mundo literario no es escasa esta alimaña. Produce grima tropezar con la mal llamada crítica literaria que distorsiona la razón y se convierte en camino para desahogar ocultos sentimientos. La crítica sincera es esquiva. Y no abunda por ser ejercicio reservado a unos pocos. El verdadero crítico es modesto y honrado consigo mismo. Le tiene miedo espantoso a la mentira. Prefiere auscultar y encerrarse en su propio mundo antes que aventurar juicios ligeros.
Tan movediza resulta la opinión en torno a un trabajo, que los conceptos raramente coinciden y a veces rivalizan por completo. La vorágine o María, coronadas ya de gloria, son, con todo, materia todavía de divergentes criterios de críticos acuciosos.
No confundamos a los críticos literarios con los criticones de oficio. Los primeros maduran una idea y la repasan muchas veces antes de expresarla. Guardan inmenso respeto por la honra ajena. Cuando critican, lo hacen con elevado sentido de la responsabilidad. Los otros piensan que el papel todo lo resiste.
Estos se dejan dominar por sus instintos primarios para llenar una columna o un compromiso, y resultan verdaderos maestros para exagerar o disminuir, de acuerdo con las circunstancias. Y lo que hoy es alabanza, mañana puede ser escarnio. Abultan cualidades que no existen, con la misma facilidad con que ocultan méritos o empañan honores. Suelen dejar conocer en sus escritos heridas y resquemores de difícil curación.
A quien le es dado incursionar en las letras no le es negado saber que allí pululan los celos, y los celos son una de las manifestaciones más aberrantes de la envidia.
El escritor no debe dejarse desorientar por la crítica apasionada, o fracasará. Busque, si le cabe en suerte, el consejo sabio de un sabio maestro. Pero como es arriesgado buscarlo de carne y hueso, acuda al libro, el gran maestro de la vida, y procure que el autor haya traspasado las fronteras de la inmortalidad. Cuídese de los divos ambulantes y acuérdese de esta cita: “A cierta edad, cuando ya se ha escrito mucho, solo quedan dos soluciones: o repetirse o decir tonterías”. Y no olvide, sobre todo, que las necedades que se escriben con rencor no podrán ser, nunca, depósito de sabiduría.
La Patria, Manizales, 24-IV-1973.
Prensa Nueva Cultural, Ibagué, julio de 1993.