El charlatán
Humor a la quindiana
Por: Gustavo Páez Escobar
El mundo, este manicomio de estridencias, de gritos, de voces desapacibles, ha sido invadido por una plaga peor que es la de los charlatanes, ejército diabólico que le ha quitado el reposo a la vida. No creo que haya mejor definición sobre el charlatán que compararlo con una cotorra o una chicharra.
Por más equilibrado que se mantenga el sistema nervioso, difícilmente se resistirá el ruido persistente de la chicharra, que irrita cualquier sensibilidad. Por desgracia, a todo momento tropezamos con las chicharras humanas, que nos interceptan cuando vamos con mayor afán, nos cercan cuando mayor libertad requerimos, nos hacen engullir, sin respiro, su sartal de mentiras y exageraciones y, en definitiva, nos vuelven imposible la vida.
El vendedor ambulante, por ejemplo, que debe estar dotado de gran capacidad de tacto e ingenio, no parece entender que la mercancía no se vende metiéndola por las narices a la inocente víctima, ni cortándole el aliento, ni robándole el derecho a la defensa.
Cuando menos lo deseamos, tendremos a este sonriente embajador adulándonos con cualidades que no poseemos; felicitándonos por el libro que publicamos, que resultó un fracaso; ponderando nuestras virtudes administrativas, cuando la empresa no sabe cómo deshacerse de nuestros «brillantes» servicios; admirando el respetable hogar que encabezamos, cuando la mujer desertó hace tres años y los hijos son marihuaneros o haraganes; mencionándonos el nombre del amigo que ha servido de enlace para la entrevista, cuando se trata de nuestro mayor detractor.
Vendrá luego el proceso de explicarnos en detalle las calidades del producto, tras este destemplado principio de querer hacerse simpático a la fuerza. Ignoran los tales parlanchines que estamos hartos de escuchar las mismas idioteces, y por más que les suplicamos que frenen la lengua, que se ahorren descripciones inútiles, que nos permitan un minuto para aligerar la vejiga, y les explicamos que no tenemos dinero para el mercado, menos para adquirir la enciclopedia de $15.000, continúan impertérritos dándole rienda a su inagotable vena oratoria.
Se parecen a los loros, que son capaces de repetir de memoria frases enteras; pero se diferencian de ellos en que la cuerda es más duradera en los seres humanos. Excedida la paciencia, no quedará otro remedio que decirle al intruso que se vaya a la porra. Y es posible que lo haga, pero antes se despedirá con múltiples muestras de cortesía y la invariable promesa de volver a visitamos.
Así, la vida no pasa de ser un zumbido intermitente. Quizás la felicidad no sea cosa distinta que el disfrute de un poco de calma y sosiego.
Otra variación del charlatán es la del sabelotodo. No habrá tema ni discusión, por difíciles que sean, que no domine. Es, si se quiere, una enciclopedia rodante. Con increíble destreza arma auditorios y encuentra personas incautas que se sentirán deslumbradas con tanta erudición. Presume de profundos conocimientos sobre las más disímiles materias, lo mismo de política, que de literatura, que de astronomía, que de filosofía o culinaria… Es un auténtico descrestador este sabelotodo que nada sabe.
Pero por fortuna para él, que está emparentado con el pavo real –y discúlpeseme que mencione tantos animales en esta nota–, vive henchido, con la cresta flamante y el porte airoso. Aunque si alguien que no sea tan cándido aprieta, inmediatamente se desinflará este maestro de la charlatanería que se nutre de aire. Ya lo dijo Tagore: «Y ese que habla tanto está completamente hueco; ya sabes que el cántaro vacío es el que más suena”.
El Espectador, 15-I-1983.