Una silla histórica
Por: Gustavo Páez Escobar
Hermógenes Maza, convertido ya en el vencedor de Tenerife tras dramáticos actos de arrojo y desenfreno, no sació nunca la sed de venganza y tropelía que desde lo más recóndito de su ser había jurado hacer implacable, en las noches atroces de su cautiverio en Caracas. El apetito de sangre, de refriega, solo terminaría al apagarse su vida. Los estudiosos se detienen en ciertos rasgos o circunstancias para hallar la explicación del carácter de las personas. No hay duda de que los vejámenes que sufrió el héroe en la prisión le dejaron cicatrices incurables.
El mayor desborde de odio parece centrarse en los sucesos que siguieron a la toma de Tenerife. Rondando por las aguas del Magdalena, en inmediaciones de Mompós, penetró a un convento que se hallaba abandonado y halló una silla, perteneciente a la abadesa de hermanas carmelitas que allí habitaban. El mueble, hasta entonces asiento de reflexión y consejo, iba a convertirse en el trono de la furia.
Lo hizo transportar al borde del río y se posesionó de él para ejercer su «justicia», la justicia que llevaba quemándole el corazón y que descargaría, con el ímpetu de Diomedes, sobre las cabezas de los cautivos. Estos fueron desfilando a empellones y en su presencia debían pronunciar bien la palabra Francisco, bien Zaragoza, para determinar si eran españoles o americanos. Si la pronunciación de la ce o la zeta era española, el prisionero era condenado a muerte. ¡Veredicto impresionante éste en que el solo acento, imposible de modificar ni aun en momentos de serenidad ante el miedo, determina la salvación o el siniestro!
Los verdugos, armados de machetes, daban el golpe de gracia antes de lanzar el cuerpo al río. Las aguas del Magdalena se tiñeron de sangre por largas horas, hasta que el encono del patriota pareció aplacarse al pasar ante la silla de la muerte el último de los enemigos.
Se habían invertido los papeles. Años atrás, en la mazmorra de Caracas, se le había sometido a horribles torturas, y varias veces había sido condenado a muerte. Su cautiverio fue una muerte lenta. Pero cuando logró evadirse, convirtió su experiencia en el filo inexorable de la muerte reprimida que le infligieron a diario. Maza pasó a ser verdugo, por caprichos del destino. No perdonó, como no lo perdonaron a él. La saña del enemigo se mostró incontenible y solo la audacia e intrepidez del militar lo llevaron a saltar las tapias de la cárcel, en inmediaciones de su ejecución.
Los biógrafos se adentran en infinidad de detalles para explorar el pasado que suele llegar en fragmentos o en mensajes, coherentes unos y los más confusos, de los que arranca la historia. La imaginación une en ocasiones vacíos irremediables, pero de todas maneras el estudio salva grandes eslabones que son los que integran el alma de la noticia. Se recogen, otras veces, elementos físicos que custodian los museos como pertrechos de la grandeza. Los sables, los cañones de nuestra libertad han sobrevivido a muchos naufragios. Las botas y los uniformes militares que nos dieron lustre, han resistido la embestida de los años.
La silla que inspiró aquel grito de venganza, de furor e independencia, fue carcomida por el tiempo Puede pensarse que tras el sangriento castigo se lanzó a la turbulencia de las aguas, manchada como había quedado por la sangre insurgente. Alguien ha debido salvarla para la posteridad. Su significado, su elocuencia, son relevantes en la personalidad del héroe de Tenerife. El arrebato se acrecentó y engrandeció ante ella. En aquel instante surgió la fiereza del hombre aguerrido, del héroe humillado. En esa explosión de ira y vehemencia quedó plasmado el carácter del general Maza.
Los héroes nos pertenecen con sus atributos y debilidades, sus glorias y fracasos. Esa silla, que dibuja un acto de ímpetu, tiene mucho de historia patria.
La Patria, Manizales, 8-XI-1972.
Prensa Cultural Nueva, Ibagué, noviembre de 1993.