Corazón renovado
Por: Gustavo Páez Escobar
Vamos a suponer, amable lector, que el día menos pensado, cuando usted camina tranquilamente por la calle o reposa en la paz de su hogar, siente un dolor agudo en el pecho que lo obliga a acudir de urgencia a una clínica. Como no tiene antecedentes cardíacos y no existen en sus sistemas de vida circunstancias propicias para el infarto, piensa en una fugaz indisposición que pronto desaparecerá.
Cuando más tarde el médico le informa que su corazón está enfermo, la noticia lo deja mudo. Mejor dicho: descorazonado. ¿Enfermo del corazón, cuando lleva una vida sana y reposada –sin ser sedentaria– e incluso placentera, entre gratas lecturas y los propios escritos vivificantes? ¿Enfermo del corazón en un ambiente sin hipertensiones ni agobios asesinos? ¿Y con un alma alegre y una saludable paz otoñal?
Por otra parte, si usted no fuma, bebe con moderación y no es millonario ni ejecutivo desaforado, y tampoco gobernante deshonesto, y se mantiene en la línea –de peso físico y de pesos normales–, y controla el colesterol y los triglicéridos, la conciencia y tantas cosas más… tiene derecho a quejarse a la ciencia. Se lo dice al médico, y este le contesta que su caso es atípico. El profesional le menciona la carga genética y le pide resignación. ¡Vaya consuelo!
Sea como fuere, usted tiene una arteria obstruida que ya casi no deja pasar la gasolina –en este caso, la sangre– al motor.
Allí se acumularon residuos de grasa, quién sabe a través de cuánto tiempo, y esto no lo vio el laboratorio en los controles periódicos. Ahora, ya un poco tarde, el electrocardiograma señala serias anormalidades en el ritmo cardíaco. Y usted escucha por primera vez palabras extrañas, como cateterismo –método por medio del cual se llega a las cavidades cardíacas y se visualizan las arterias del corazón– y angioplastia –procedimiento no quirúrgico para destapar, dicho en términos profanos, la tubería averiada.
Los científicos de la Clínica Shaio determinaron que es más aconsejable la cirugía. Una eminencia en estas lides, el doctor Víctor Caicedo Ayerbe, habla de la revascularización miocárdica, y usted queda en Babia. Luego le explica que se trata de construir unos puentes, o bypases, para salvar los tramos tapados en las arterias a fin de que el corazón reciba con generosidad –ojalá por el resto de la vida– todo el torrente sanguíneo.
Si usted no se encuentra preparado para esta contingencia, es posible que reciba la noticia como una condena de muerte. Su vida se alterará en un instante. No es lo mismo operarlo de una hernia umbilical o de un quiste en el testículo, que del corazón. Este órgano noble y sensible –me refiero al corazón– todo lo regula y todo lo engrandece.
Por eso, cuando a uno le hablan de la operación coronaria siente angustia. ¿Qué tal con un corazón disminuido? ¿Acaso se puede vivir sin un corazón joven y romántico? Pero si ha sido operado por mano experta y en excelente clínica, canta victoria.
Es como si le quitaran un peso de encima, es decir, del corazón. Con un corazón lozano y optimista surge la esperanza. Y crece la capacidad de amar.
Ha asistido usted a una delicada cirugía que mañana puede ser la suya y, que siendo riesgosa, ya no produce el pánico de otras épocas y permite, con los recursos de la ciencia moderna, reírnos de los asaltos coronarios. Esto de tener el corazón renovado es un lujo que no todo el mundo puede darse.
El Espectador, Bogotá, 3 de junio de 1997.