Dolores y travesuras del libro (5)
Por: Gustavo Páez Escobar
En 1982, al entrar a una reunión social en Armenia, me encontré con el gobernador del departamento, Jesús Antonio Niño Díaz, que me sorprendió con el anuncio de que deseaba publicar un libro mío dentro de la Biblioteca de Autores Quindianos. Y me encareció que presentara la obra en el menor tiempo posible.
Supe después que el afán suyo obedecía al propósito de editar dos libros de la región dentro de los actos que se programaban para conmemorar los 16 años de creación del departamento. Ni corto ni perezoso, en breves días reuní el material de la obra, donde recogí una serie de ensayos escritos en los cinco años precedentes.
Así nació Caminos, mi quinto libro. En la solapa anoté: “Este recorrido literario señala la perseverante búsqueda del escritor que, oteando el mundo con mente inquieta, se ha encontrado con diversos caminos para explayar el pensamiento. La vida está cruzada por caminos. Cada idea es un camino”. De igual manera, pienso hoy que cada oportunidad es un camino. Quizás el encuentro ocasional con el gobernador fue el que le hizo concebir la idea de incluirme en su programa cultural.
Editada la obra, vinieron los dolores de cabeza. ¿Cuál es el libro que, en medio del regocijo, no le trae sinsabores al escritor? Yo me había esmerado, como ha sido siempre mi norma inflexible, en la depuración del trabajo. Me sentía ufano al creer que el libro saldría sin los horrendos gazapos que exasperan al buen lector.
En el acto de presentación de la obra (junto con la de John Vélez Uribe, El humor de los míos), observé que las palabras del prólogo aparecían escritas en letra bastardilla, cuando yo las había revisado en letra corriente. El cambio se había efectuado a última hora y sin conocimiento mío, con la loable intención de darles mayor realce a las palabras liminares. Pero el linotipista, llevado por la prisa, cometió varios errores garrafales, que nadie se encargó de corregir, y que a mí me causaron enorme contrariedad.
Como soy perfeccionista incurable, mis propias incorrecciones me afectan en sumo grado. Por lo tanto, la fiesta se me aguó. Le hice el reclamo al editor, y él, también disgustado por el contratiempo, me ofreció esta fórmula salvadora: al grueso de la edición, que estaba lista en sus bodegas, le mutilaría la hoja defectuosa y la cambiaría por la correcta, mediante un proceso minucioso que nadie notaría.
A causa del percance, la edición salió con dos prólogos: unos ejemplares, con el texto impecable; y otros, con varias erratas de alto calibre. El consuelo que me queda es que nadie, a través del tiempo, me ha hecho ninguna mención sobre aquellos disparates que ojalá hayan sido triturados por la polilla.
No todos los escritores de la región quedaron conformes con que se nos hubiera favorecido, a John Vélez y a mí, con el patrocinio oficial. Alegaban que se había pasado por alto la constitución de un comité para evaluar las obras. Los dos autores escogidos éramos blanco de la envidia que, como la flor silvestre, se da en todas partes, y que en el campo de los escritores es más ponzoñosa. Al mandatario local lo venían censurando por no dar cumplimiento a una ordenanza de la Asamblea que disponía estos auxilios, y al cumplirla, también lo atacaban. “Palo porque bogas, palo porque no bogas”.
El crítico más virulento era el columnista Humberto Jaramillo Ángel, quien, en efecto, solía darles palo a sus propios colegas de las letras y a los funcionarios locales. Me cogió como pretexto para hostigar al gobernador. De paso, también yo era víctima, víctima inocente, de sus acerados dardos. Recuerdo que alguna vez habló del “lejano escritor boyacense”, con evidente desdén que tenía sabor a inquina regionalista.
Tal vez Jaramillo Ángel se había olvidado de que los escritores de la comarca, que ya me consideraban como uno de los suyos después de once años de plena identidad con la literatura quindiana, me habían distinguido con la codiciada presea La flor del café, que otorgaba una junta presidida por el poeta Mario Sirony. Al cabo de los días, dejé de prestarle atención al asunto, aunque me sentía molesto con que el columnista implacable no cesara en sus diatribas, tanto contra el gobernador bien intencionado, como contra el “pobrecito escribidor” de que habla Larra.
La marea bajó cuando un buen día se conoció la noticia de que Caminos había sido incluido en la Cápsula de El Tiempo, junto con mi libro anterior, El sapo burlón. ¿Cómo fueron seleccionadas estas obras para semejante privilegio? Nunca lo supe. Nunca conocí el nombre de las personas que conformaban el comité de selección. Ese, por supuesto, fue mi camino del desagravio. La Cápsula fue cerrada en marzo de 1983, y será abierta 69 años después, en junio de 2052. Contiene muestras de la cultura y de las costumbres colombianas que los lectores de la edición número 25.000 del diario bogotano envían, en diversos testimonios, a los lectores de la 50.000.
Está representada por 1.408 objetos, que van desde una bola de ping pong hasta una minicomputadora. El peso total es de 5.097 kilos. Permanecerá enterrada en el costado noroccidental de las instalaciones de El Tiempo durante 25.316 días, y se garantiza que en virtud de las técnicas empleadas los objetos serán rescatados en perfectas condiciones al comienzo de la segunda parte del siglo actual.
En el campo de las letras, fueron incluidas obras, entre otros autores, de Gabriel García Márquez, Otto Morales Benítez, Germán Arciniegas, Eduardo Pachón Padilla, Germán Castro Caicedo, Plinio Apuleyo Mendoza, Luis María Sánchez López, Carlos Castro Saavedra, Oliverio Perry, Jairo Aníbal Niño, Elisa Mujica, Francisco Gil Tovar…
Camino reparador este que hoy me hace rememorar los tragos amargos relativos a la publicación del libro, hace 28 años. Aspiro a que algún descendiente descubra en el año 2052 a un gerente de banco que aparte de hacer cifras, también escribía mensajes para la posteridad.
El Espectador, Bogotá, 16-IV-2010.
Eje 21, Manizales, 16-IV-2010.