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Entre cuentos y realidades

martes, 9 de noviembre de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

Llevaba dos años trabajando en Armenia como gerente de un banco, cuando un buen día, en mayo de 1971, intoxicado de cifras y abrumado por los ajetreos del cargo, me dio por escribir un cuento durante un fin de semana.

Todos en la ciudad me conocían como banquero, y nadie como escritor, que en realidad no lo era, si bien tenía una novela escrita de afán –y con pasión– en mi época de adolescente en la ciudad de Tunja, obra que durante 18 años mantuve escondida en mis archivos secretos. La gente de Armenia me veía como un ejecutivo eficiente que, llegado a la tierra quindiana con ánimo de servir, se había identificado con la idiosincrasia regional y gozaba por eso de general aprecio.

Pues bien: animado por un concurso de cuento que promovía el Magazín Dominical de El Espectador (en la venturosa época de los Cano Isaza), se me despertó de repente la vena de narrador que se hallaba dormida en mis intimidades. Ese fin de semana elaboré mi primer cuento durante intensas horas de esfuerzo atroz, y luego lo depuré con la máxima severidad de que fui capaz. Ya poseía, por supuesto, mayor dominio de la escritura que 18 años atrás. El lunes siguiente lo despaché por correo, a primera hora, sin darme tregua para el arrepentimiento. Una extraña premonición me indicaba que iba a tener suerte.

Tremenda alegría viví días después, cuando apareció mi cuento en el Magazín Dominical, seleccionado entre infinidad de trabajos que llegaban a esa página –la  más apetecida por los escritores– desde todos los sitios del país. Entraba así por la puerta grande de la literatura. Luego de paladeado el regocijo, sentí indecisión, por no decir que miedo, al verme señalado como cuentista ante el país entero. El triunfo me desestabilizó. ¿Qué dirían en mi banco, cuya materia prima es, como la de todos los bancos, el dinero, cuando supieran que tenían un escritor a bordo? ¿Acaso han convivido en sitio alguno las letras de cambio con las letras del espíritu?

El manejo de las cifras suele ser incompatible con el oficio literario. No es de buen recibo en la banca que el ejecutivo se dedique al mismo tiempo a las letras del espíritu, pues esto hace suponer el descuido de las letras de cambio, idea errónea en muchos casos, pero la banca es la banca, es decir, una máquina de producir billetes. Habrá excepciones, pero yo no podía saber si ese sería mi caso. Ahora bien, ¿cómo iba a renunciar a la literatura, si la sentía arraigada en mi personalidad desde siempre? Y en sentido contrario, ¿cómo iba a renunciar al banco, si de él derivaba el bienestar económico? O era banquero o era escritor, tal parecía el dilema que me había planteado mi primer cuento.

Ya en el despacho bancario, el lunes siguiente, cavilaba en semejante disyuntiva cuando entró a la oficina Alirio Gallego Valencia, prestante elemento de la intelectualidad quindiana, quien, mirándome con ojos de duda jubilosa, me lanzó esta pregunta obvia: “¿Serás tú acaso el autor del cuento publicado en El Espectador?”. Desde luego que era yo.

No quise decirle que al mismo tiempo me consideraba un mártir de la causa literaria, y recibí como premio su efusiva congratulación –que para mi caso parecía un latigazo–, con el comentario que me hizo el buen amigo de que tanto él como Euclides Jaramillo Arango, otro ilustre escritor quindiano, habían encontrado en mi trabajo un legítimo cuento.

¡Por Dios, en qué lío me había metido! De ahí en adelante comenzó a sonar mi nombre de banquero con la connotación del escritor que ya no podría dejar de serlo por el resto de mis días. Pero un escritor no puede ser autor de un solo cuento, o de un solo poema, incluso de un solo libro. Hay que demostrar mayor vuelo, y ese fue el reto que me impuse días después, ya fortalecido con la decisión irrevocable de seguir adelante en mi destino literario, sin desatender la función bancaria.

Poca gente sabe (y supongo que los directivos de mi empresa lo ignoraron) que para ser escritor y seguir siendo banquero al mismo tiempo adopté esta fórmula mágica: todos los días me levantaba a las cuatro de la mañana y me metía en mi oficina casera a leer y a escribir, hasta que llegaba la hora de enfrentarme a los rigores de las cifras.

Ya en el banco, dejaba de ser escritor durante la jornada laboral: entonces la mente solo me funcionaba para las finanzas, los sobregiros, los encajes y los mil intríngulis de esa febril actividad que tantos sofocos me produjo, y que al mismo tiempo me deparó inmensas complacencias al ver que las cifras y las metas, y sobre todo los principios éticos y morales que siempre presidieron mi desempeño, tenían cabal realización. Y, cosa prodigiosa, mi carácter de escritor, que cada vez obtenía nuevos logros y me imprimía mayor respetabilidad, se convirtió en medio para abrir nuevas puertas en el campo de los negocios.

No era fácil, por supuesto, el manejo simultáneo de los dos frentes. En mi banco me surgían por épocas tropiezos, sinsabores, envidias, intrigas, incomprensión, ¿celos?… (esa, en fin, es la condición humana), pero a la larga triunfó el escritor. Y el banquero coronó su carrera laboral, con 35 años de servicios y el justo derecho al descanso. En la vida cambiante de las empresas, es natural que sucedan estas cosas. La empresa es un monstruo, pero a veces tiene corazón. (Corrijo: la empresa no tiene corazón: lo tienen en ocasiones algunos directivos, como yo tuve la suerte de disfrutarlo, cuando no se dejan deshumanizar).

Si me hubiera detenido después de mi primer cuento en aquel lejano 1971, no contaría hoy con el tesoro inapreciable de 12 libros publicados y cerca de 1.800 artículos de prensa.

Una vez me escribió Tulio Bayer desde París, refiriéndose a esta doble carta que le gané a la vida: “Mirando bien la cosa, sos un jodido, estás avanzando muy bien en dos frentes, de los cuales uno apoya al otro. Imposible saber si detrás del gerente de hoy está un poco ahogado el escritor de siempre”.

El Espectador, Bogotá, 20 de octubre de 2008.
Eje 21, Manizales, 20 de octubre de 2008.

* * *

Comentarios:

Me has hecho soltar una que otra lagrimilla al compás de la lectura. Yo escribí mi primer cuento a los tiernos ocho años, la primera novela a los doce y la segunda a los quince. Todas ellas en los cuadernos de aritmética, historia, álgebra, física… Fui a la universidad (donde me taré bastante en el sentido creativo), pero luego, en mi vida laboral (ya completé treinta y cinco años) escribía o me daba cuenta… Cómo hiciste revivir mi enorme incertidumbre con tu artículo, ¡bellísimo!, por cierto, pero a pesar de que tú sí lograste concluir, yo aún sigo esperando el día en que “no tenga que robarle tiempo a la vida” para escribir. Marta Nalús, Bogotá.

¡Qué historia tan bien contada! Y así hay quien se atreve a decir que los banqueros no tienen alma! Orlando Cadavid Correa, Medellín.

Tu nota me hizo recordar el cordial almuerzo que nos ofreciste con motivo de la presencia de Alfredo Arango en Colombia y en el que tuviste a bien relatarnos tu iniciación en las letras. Guillermo El Mago, Bogotá.

Excelente capítulo de su fascinante biografía de intelectual banquero, combinación singularísima que sólo a un mago alquimista le puede haber sido dado hacer. José Trino Campos, Bogotá.

Grata tu columna sobre tus comienzos de escritor y tu trabajo bancario. Menos mal que el banquero fue recompensado y que, finalmente, el escritor se salvó. Hernando García Mejía, Medellín.

Esta historia de tu primer cuento es también un cuento en sí mismo. Alfredo Arango, Miami.

Qué maravilla de lectura. Me sacó sonrisas y miradas a mi propio pasado de observadora del escritor que es mi esposo y que, como tú, se ha visto obligado a desempeñar otros oficios para procurar el sustento del hogar. Tienes mucha razón en que el escritor no para en un solo trabajo, aunque uno de los poetas malditos paró su obra a los 19 años. Colombia Páez, Miami.

Muy buen artículo. Una de las frases que me llamaron la atención es la de que “la empresa no tiene corazón: lo tienen en ocasiones algunos directivos, como yo tuve la suerte de disfrutarlo, cuando no se dejan deshumanizar”. Mauricio Borja Ávila (alto ejecutivo del Banco Popular), Bogotá.

Me acordé de todo lo que tuvo que hacer mi papá para mantenerse en el banco siendo escritor, ante la mirada envidiosa de algunas personas. Fue toda una maravilla, pues antes que escritor y banquero existía un ser sensible que supo debatirse ante estos dos frentes. Fabiola Páez Silva, Bogotá.

El señor Alfredo Arango, igual que yo, coincidimos en que la historia de tu primer cuento es otro cuento de verdad, y mira a dónde te ha llevado ese primer intento. El que sabe, sabe… Inés Blanco, Bogotá.

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