Premio Aplauso a Fernando Soto Aparicio
Por: Gustavo Páez Escobar
Juan Goytisolo dejó en su libro “Cuaderno de Sarajevo” (El País/Aguilar, 1993) un testimonio estremecedor sobre la devastación de la capital de Bosnia-Herzegovina por parte de las fuerzas comandadas por Radovan Karadzic, líder de la entidad territorial llamada Republika Srpska, quien por esos hechos pasaría a la historia con el mote de “carnicero de Sarajevo”.
Desintegrada la República Federal de Yugoslavia a partir de 1991, el flagelo de la guerra ha cubierto de sangre la península balcánica y sembrado el terror entre los habitantes. Al proclamar su independencia los nuevos Estados que surgieron de la desmembración de Yugoslavia, vino el enfrentamiento con Serbia, la cual, por tener importantes sectores de población en la mayoría de las regiones yugoslavas, buscaba su predominio en toda la península.
Esta situación se tornó más dramática en Bosnia-Herzegovina debido al choque religioso, y desencadenaría las acciones bélicas de Karadzic animadas por el propósito de exterminio de los musulmanes. El principal objetivo: Sarajevo, la capital, una ciudad de más de medio millón de habitantes, donde se iniciaron intensos combates en abril de 1992.
Juan Goytisolo se hizo presente en dicha ciudad como corresponsal de prensa y allí se encontró con la escritora neoyorquina y directora de teatro Susan Sontag, gran defensora de los derechos humanos, empeñada en montar en Sarajevo –como en efecto lo hizo, en un teatro bombardeado y a la luz de las velas– la tragicomedia “Esperando a Godot”.
La limpieza étnica adelantada por Karadzic y sus secuaces representó, durante los 43 meses que permaneció sitiada Sarajevo, una de las masacres más sangrientas ejecutadas en Europa después de finalizada la Segunda Guerra Mundial. En esta operación perdieron la vida 12.000 personas y se vivieron los peores extremos de la ferocidad humana: violaciones masivas, torturas, campos de concentración, hambre, desalojos y otros crímenes de lesa humanidad.
El “Cuaderno de Sarajevo” describe, con patético realismo, los cuadros cotidianos de una población sometida por la crueldad demencial del tirano y expuesta a todo momento a perder la vida en medio de los bombardeos incesantes y los más salvajes sistemas de destrucción, que hicieron revivir la época de Hitler. La ciudad quedó convertida en un espacio humeante, tétrico, lleno de muertos y de heridos, sin agua, luz ni gas y con ausencia absoluta de cualquier clase de protección.
Por todas partes saltaban las vísceras, las cabezas, las piernas y los brazos cercenados y se escuchaban los gemidos infinitos de la gente que agonizaba bajo la bota militar de un monstruo suelto, insaciable en su fanatismo religioso y en su instinto demoledor, que buscaba no dejar piedra sobre piedra, acaso para sentirse más déspota y más perverso. Se vieron escenas dantescas como la de aplastar a los niños bajo las orugas de los tanques, para causar mayor pánico en la población civil.
Edificios enteros se habían venido al suelo, y los que permanecían en pie estaban perforados por las descargas de los bombardeos y mostraban una decadencia de años, como si la ciudad se hubiera envejecido en contados minutos. Los tranvías, los buses y los automóviles yacían calcinados en plazas, calles y avenidas, mientras los osados habitantes que transportaban en bidones el agua escasa existente en algún sitio remoto, hacían verdaderas acrobacias para circular por entre los escombros y protegerse de las lluvias de proyectiles, que podrían dejarlos quietos a cualquier momento y en cualquier lugar.
Los postes del alumbrado público se habían doblado como en una oración conjunta que imploraba piedad para una ciudad devastada y huérfana. De algunos cables brotaban aisladas chispas eléctricas como constancia de una tecnología agonizante que duraría años en volver a restablecerse. Sarajevo era un mapa de ruina y desolación. Era una ciudad fantasma, cadavérica, pisoteada por la insania de una de esas bestias apocalípticas de las que el mundo no podrá librarse jamás.
¿Qué solución podían dar los hospitales, sin agua y sin luz y carentes de sitio para atender a miles de enfermos moribundos? ¿De dónde saldrían los médicos y las enfermeras en número suficiente para manejar semejante calamidad? En los centros de salud, lo mismo que en las funerarias, los cadáveres iban copando todos los espacios y luego se amontonaban en las aceras.
La saña de los fundamentalistas panserbios no respetaba siquiera el transporte de los muertos al cementerio, pues convertían los desfiles fúnebres en blanco fácil de las balas y cobraban de esa manera nuevas vidas humanas. Por lo tanto, estos actos tenían que hacerse bajo las sombras de la tarde o de la noche, y ni aun así podía confiarse en la supervivencia. No solo en Sarajevo, sino en toda la geografía de Bosnia, los habitantes tuvieron que vivir en físicas ratoneras humanas y rodeados de angustia y precariedad, huecos que perforaban por todas partes para lograr proteger la vida.
Este capítulo de Bosnia entraña un drama pavoroso para la humanidad. Fue un pueblo que se quedó solo y se desangró ante los ojos del mundo entero. Fueron ineficaces las medidas de la ONU, de Estados Unidos y de los países europeos. El tirano actuó a sus anchas, como si estuviera en el solar de su casa. Y luego desapareció.
Doce años después de cometido uno de los mayores genocidios de la humanidad, acaban de encontrarlo en Belgrado, capital de Serbia, país que gobernó como amo omnipotente. Estaba camuflado bajo la apariencia bonachona de un monje de barba blanca y figura inofensiva, que fingía ser un médico alternativo. Salía a la calle, viajaba en bus, hablaba con los vecinos, y nadie se había percatado de que se trataba de Karadzic. ¡Ni siquiera la policía secreta!, que a la postre lo capturó.
Impune, gozaba de la aparente vida pacífica de sus 63 años de edad, bajo la sombra protectora del imperio destructor del que se fugó cuando se sintió perdido. ¿Por qué no había sido descubierto? Es la pregunta obvia que aflora en la opinión mundial. Ahora falta que se localice al general Ratko Mladic, su mano derecha en estas atrocidades –el “carnicero de Srebrenica”, donde fueron asesinados bajo su mando cerca de 8.000 musulmanes en 1995–.
Dos carniceros del género humano, que merecen un castigo ejemplar. Y que aprendan la lección los gobernantes sanguinarios del mundo. Más aún: todos los gobernantes que atropellan los derechos humanos.
El Espectador, Bogotá, 28 de julio de 2008.
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Comentarios:
Excelente columna. Goytisolo junto con Jean-Luc Godard hacen una excelente visión en el documental de este último, “Nuestra música”. Camilo Perozzo R., Bogotá.
Excelente tu artículo sobre el monstruo de Sarajevo. Jorge Mario Eastman, Bogotá.
Conmovedora tu columna acerca de la carnicería de Sarajevo y estos villanos que, como tantos otros, arruinan la condición humana con sus peores armas. ¡Qué horror! ¿Hombres o monstruos? Inés Blanco, Bogotá.
Impresionante la crónica de Sarajevo. El Carnicero las pagará. Me pareció increíble que posteriormente aparecieran simpatizantes en su patria tan vejada. Luis Eduardo Gallego Valencia, Bogotá.