Trágico cronopio navideño
Por: Gustavo Páez Escobar
En El Tiempo de este 19 de diciembre, Jotamario Arbeláez presagiaba la muerte inminente del periodista y escritor Ignacio Ramírez Pinzón, víctima de un cáncer voraz que lo destrozaba poco a poco, desde diez años atrás, en medio de terribles dolores. Cuando la nota sobrecogedora de Jotamario apareció en el periódico, Ignacio ya estaba muerto: murió a la madrugada de ese mismo día.
El “cronopio mayor”, como se le conocía, demostró durante su cruel enfermedad un valor inaudito, hasta el punto de considerar a la muerte como su compañera habitual, casi amorosa, con la que aprendió a codearse como si se tratara de su mejor aliada en las horas de angustia que envolvieron su existencia en los últimos años.
Reacio a los médicos y a los fármacos, prefería resistir el sufrimiento con fortaleza espartana, y hasta se burlaba de quienes se compadecían de su postración progresiva. Sólo cuando las fuerzas lo abandonaron por completo y el cerebro dejó de producir ideas, se sintió derrotado por la vida. Y entregó sus blasones.
Se dolía de no ser ya capaz de vigorizar el alma de su revista Cronopios, lo que era tanto como entenebrecer su ilusión, ahogar su propia alma soñadora. En sus instantes supremos de soledad e impotencia, se acordaría de Cortázar, su ídolo, a quien le había pedido prestado el nombre de batalla con el que se identificaba con el mundo, nombre que, de tanto enaltecerlo, pasó a ser de su propiedad.
La palabra cronopio –inventada por Cortázar dentro de una visión fantástica– se volvió título de honor que sólo podía dispensarse a los grandes amigos, a los nobles amigos, y adquirió para ellos los sinónimos de personas “ingenuas, idealistas, desordenadas, sensibles y poco convencionales”, es decir, quijotes en el ancho sentido del término. Eso era Ignacio Ramírez Pinzón: un quijote de las letras, de la amistad y el altruismo, no sujeto a cánones ociosos ni a jerarquías acartonadas. Con esa insignia ganó todas las batallas, incluso la de la muerte, porque se volvió eterno.
Su obra literaria, conformada por siete libros –en los géneros de la narrativa, la crítica de arte, las entrevistas a literatos y las narraciones infantiles–, se divide en dos conceptos: lo que es su propia creación, y el interés que dedicó a estimular la obra de los demás. En este último terreno, su generosidad fue definitiva para que muchos escritores iniciales perseveraran en sus afanes, y edificante para que los experimentados hallaran la palabra de aliento y el justo reconocimiento que no se obtienen en los círculos del privilegio. Cronopios queda como el mejor legado de este mecenazgo.
Conservo con gran aprecio su libro Hombres de palabra, escrito en asocio de Olga Cristina Turriago, donde recogieron una serie de entrevistas con escritores colombianos residentes en el país y en el exterior, obra que se convierte en valioso material de consulta para apreciar –dentro del universo intelectual que se extiende por todo el mundo– los estilos, los temperamentos, las maneras de pensar y los diferentes enfoques, antagonismos, tendencias, odios y amores que se originan en este campo siempre controvertido, alrededor de treinta figuras de nuestras letras. Como dolorosa ironía, dicho libro lo recibí de sus autores como regalo de la Navidad de 1989. Hoy, 18 años después, la fiesta navideña se empaña con la despedida final del amigo ilustre.
Como homenaje a su memoria, rescato a continuación la maravillosa página titulada El año nuevo de la paloma, que Ignacio publicó en Cronopios como inicio del 2007, y donde la libertad de una paloma que había llegado a su residencia en las postrimerías del año viejo, simboliza el tránsito de su alma y de su cuerpo dolientes hacia el reposo eterno.
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El año nuevo de la paloma
Por Ignacio Ramírez, director de Cronopios
He pasado la media noche del año viejo al año nuevo acariciando a una paloma blanca. Está en el garaje de mi casa, en un sótano sin aire, merodeado por los gatos vagabundos y lleno de la contaminación de los automóviles que duermen aquí sus metálicos sueños, sus pesadillas maquinales.
¿Cómo llega una paloma blanca a un garaje recóndito?
El celador del edificio del frente dice que cerca de las diez de la noche del 29 de diciembre vio como si un ángel gigantesco se empequeñeciera en el aire de las tinieblas y llegara disfrazado de novia diminuta a husmear en los árboles.
—Yo la vi entre las ramas y parece que despertó a los pájaros que estaban durmiendo, porque hubo alboroto y agitar de plumas de todos los colores. Inclusive revoloteó cerca de los venados de luces decembrinas que adornan los edificios de esta calle.
Otros vigilantes salieron sorprendidos por la desfachatez de la paloma. Ninguno entendía qué hacía a aquellas horas esta alocada aventurera emplumada alterando las leyes de la luna y las estrellas, donde las palomas son constelaciones y no aves terrestres como esta quizás sea.
Hemos llegado a pensar que puede tratarse de un artilugio escapado del sueño de un ser cósmico. Una entelequia sideral.
Yo al principio creí que hablaban de un pichón de albatros, una inusual nevada tropical así de grande. Acaso una hostia voladora.
Alfonso, mi compañero de la portería del edificio donde paso mis insomnios y escribo mis Cronopios, me contó que la pajarita blanca se perdió cuando tuvo que abrir la puerta para que entrara un carro cuyo dueño llegaba de una fiesta.
Y no se supo más. Pero cuando yo activé la señal de mi llegada y parqueé mi carro en su lugar de hábito, se apareció ante mí, batió sus alas y vino a picotear mis pies que ya casi no son capaces con sus pasos de regreso.
Me miró con sus ojazos negros y me saludó con un inaudible y diminuto arrurrú que yo sentí como si fuera una canción de mar, un instrumento de misterio, gaviota en tierra, farallón de plumas albas.
Alfonso fue por una casita que aquí guardan los residentes para cuando hacen viajes largos con sus mascotas. Le trajo arroz tan blanco como su plumaje y encendió la luz eléctrica que pareció alumbrarle el corazón del baile porque se dedicó a dar vueltas y más vueltas como suelen hacer los pájaros trompos cuando las pájaras trompas les agitan las pitas.
Yo pasé mis dedos por las plumas de su cabeza y por primera vez en esta vida dura sentí lo que significa ser materia blanda.
Estaba preocupado por las enfermedades, por las deudas, por el drama imprevisto de mi hermana mayor que está entre la espada y la pared de la vida y de la muerte, como yo —aunque parece que su muerte será corta y la mía larga—.
La palomita me alegró la vida. Vino a buscarme. Sé que es mía. Y sé que es mensajera porque traía tres lacitos de cintas de colores atados en una de sus patas.
Entiendo que como todos busca su libertad, pero no quiere irse. Yo le digo que ahí está el cielo del día y de la noche, que siga su camino, que aproveche que aún puede trasegar y vaya en nombre mío por los senderos que comienzan en la aurora y retozan todo el día y descansan o cantan toda la noche. Abro la puerta… ¡Y nada! Ahí está mi palomita blanca a la que transitoriamente bauticé Albertina Rafaela porque por supuesto me trae remembranzas de aquella loca parienta lejana suya que se equivocó buscando el norte y llegó al sur, la que confundió el trigo con el agua, el mar con el cielo y la noche con la mañana.
Si no fuera por la amenaza de los gatos noctívagos la adoptaría y le convertiría su casa de madera en un palaciego palomar digno de su ostensible estirpe de reina aventurera. Y le sembraría un jardín repleto de margaritas blancas.
Si no fuera por los gases de los carros saldría a buscarle el aire a donde fuera. Lo traería del Amazonas o de la Cochinchina y hasta de la Patagonia si fuera necesario. Volaría por ella con alas de cartón, desataría a la tierra de su cordón umbilical y lo pondría a elevarse como una cometa con un mensaje que dijera déjenme vivir en paz y prometo recuperar la risa.
Pero me da mucho miedo que corra el riesgo de morir envenenada o apabullada por la violencia, como mueren hoy en día los seres humanos… ¡Mejor morir volando que corriendo!
Por eso, porque quiero salvarle la vida para que regrese al viento y riegue la noticia de que yo quiero irme con ella, esta mañana le escribí al periodista Gustavo Gómez, de Caracol, suplicándole que anuncie por su emisora que busco con urgencia a un colombófilo que me instruya sobre cómo puedo desequivocar a una paloma equivocada («que las estrellas eran rocío / que el calor, la nevada, //… que tu falda era tu blusa, / que tu corazón su casa»)…
Pero hay algún intríngulis entre Albertina Rafaela y yo: Gustavo me respondió por correo electrónico que hoy por ser año viejo la mayor parte de la programación está pregrabada y en consecuencia él no podría estar al frente de la operación Paloma blanca, y aunque dijo que había pasado mi comunicación a sus compañeros, parecen andar despalomados pues ninguno de ellos atendió el arrurrú de la emergencia.
Por eso he bajado al garaje en esta media noche entre el año viejo y el año nuevo. La paloma se levantó y vino a acompañarme en esta soledad tan sola.
Esta vez picoteó la palma de mi mano y aunque yo nunca lloro porque gasté todas mis lágrimas cuando fui joven y vivía siempre enamorado, hoy he sentido húmedos los ojos al besar las plumas de la cabeza de esta niña bonita emplumada y coqueta, compañera blanca. Pero no era llanto sino rocío nocturno tan común y corriente en las pupilas de los hombres que encuentran palomas blancas en los parqueaderos subterráneos.
Toda la noche soñé con la libertad, que no es la jaula abierta sino el picoteo de la lejanía.
(Ella se durmió en la orilla.
Yo, en la cumbre de una rama).
El Espectador, Bogotá, 21 de diciembre de 2007.
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Comentarios:
(Correo dirigido a Óscar Domínguez). Esta carta de Ricardo Bada me llegó esta mañana mientras me secaba copiosas lágrimas, salidas de un corazón tan endurecido como los de nuestros gobernantes y motivadas por la nota más bella, más emotiva, más del fondo del alma como la publicada hoy en El Espectador sobre nuestro querido Nacho. Te saludo en la orfandad en que quedamos sin nuestro papá Cronopio. No conozco al señor Gustavo Páez Escobar pero sería un gran honor conocer a esa persona generosa que intuyó muy certeramente la grandeza del alma de Ignacio Ramírez. Hernando Jiménez.
Muy certeros sus comentarios sobre las dos caras de Nacho: el hombre de palabra y el que se ocupaba de la palabra de los demás. Nacho me contó otra historia que no tuvo tiempo de escribir: el de una paloma mensajera que año y medio después de emprender el vuelo, regresó “a pie” a su palomar, herida y todo. Estoy consultando colombófilos para que me expliquen semejante fenómeno. Por allá se le enviaré cuando la redondee. Oscar Domínguez.
Muchas, muchas gracias por tan hermoso texto sobre Ignacio. Él te lo hubiera agradecido desde lo más profundo de su ser y tú bien lo sabes. Yo, en su nombre, te lo vuelvo a agradecer. No solo es bello, también proviene de una persona muy especial como tú. Olga Cristina Zurriago Montoya, Bogotá.
Me conmovió profundamente la página a la ploma, y claro, él decidió que su alma se fuera con ella, porque encontró en su cercanía no solo la suavidad de sus plumas, sino, quizás, el afecto a que se refiere y a la soledad infinita que acompañaba con su revista, y como bien dices tú, Ignacio no ha muerto, porque tenemos sus palabras y la blancura de su alma con rostro de paloma. Inés Blanco, Bogotá.