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Laureano Gómez, monstruo de la moral

martes, 5 de octubre de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace cuatro décadas, el 13 de julio de 1965, falleció en Bogotá, a los 76 años de edad, Laureano Gómez, el líder conservador más destacado del siglo XX. Sobre él escribió Hugo Velasco Arizabaleta en 1950 –una de las épocas más agitadas de la política colombiana– el libro Biografía de una tempestad, título que refleja el temperamento del caudillo. A raíz de su tempestuosa vida pública y sus encendidas arengas parlamentarias, que alternaba con fulgurantes escritos periodísticos, fueron varios los apelativos que le endilgaron a Laureano Gómez: monstruo, máquina infernal, relámpago, basilisco, águila, tempestad…

Estremecedor en la tribuna, su voz vibraba en el país con ímpetu arrollador, y tanto los gobiernos liberales como los conservadores, que lo temían y lo respetaban, y asimismo lo odiaban o lo amaban, sabían que era el implacable catón que denunciaba la deshonestidad pública y condenaba con furor a los transgresores, en cualquier sitio donde se hallaran.

Recuérdese la censura proferida contra el presidente Marco Fidel Suárez, su copartidario, por haber vendido a un banco extranjero sus sueldos y gastos de representación, para atender los costos de traslado del cadáver de su hijo, fallecido en un accidente en Estados Unidos. Esta venta fue calificada por Gómez como una indignidad, y fue uno de los motivos que llevaron al Presidente a renunciar al poder, dominado por profundo abatimiento. A la muerte de Suárez, su crítico severo, cicatrizado ya aquel episodio, escribió bellísima página donde exalta las grandes cualidades del patriarca.

La mejor expresión que se ha expresado sobre Gómez la dio Guillermo Valencia: “Formidable este Laureano Gómez. Como una racha huracanada, firme, impasible y sonoro como un yunque propio para forjar los más finos montantes, las mejores corazas, las más audaces quillas. El hombre tempestad, a quien sólo se puede amar u odiar. Que deslumbra y hiere como el rayo y con el trueno de su voz hincha y colma las sordas oquedades del abismo y del pecado”.

Nunca conoció la claudicación y vivió siempre convencido de sus principios, aun en medio de los peores riesgos y de las graves equivocaciones en que a veces incurrió. Es común equivocarse en la política y en el trato con los hombres. Lo que él no admitía era que se pudiera resbalar en la moral.

En épocas adversas, cuando el poder se alejaba de sus manos y los amigos lo abandonaban, que no fueron pocas, más se robustecía su voluntad y crecía su fibra espartana. Jamás transigió en materia doctrinaria, porque el pensamiento estaba por encima de mezquinas circunstancias. Prefirió la cárcel, el oprobio y la pobreza, e incluso el destierro cuando lo derrocó la dictadura militar, al desdoro de la dignidad.

Formado con los jesuitas, de ellos aprendió la solvencia intelectual. Frente al clero y la religión mantuvo distancia en algunos momentos cruciales, pero acataba la divinidad y solía repetir que “el hombre es una brizna en la mano de Dios”. Lector impenitente de los clásicos, incursionó en los rigurosos caminos de la dialéctica, de donde extrajo la erudición y el bello estilo que forjaron al maestro de la elocuencia y del lenguaje castizo.

En la Revista Colombiana y los periódicos El Siglo y La Unidad, fundados por él, explayó la mente y escribió páginas memorables. Allí hizo célebres varios seudónimos: Jacinto Ventura, Cornelio Nepote, Eleuterio de Castro, Juan de Timoneda, Gonzalo González de la Gonzalera. Ocupó las más altas dignidades de la República y de su partido y en todas desplegó posiciones radicales, que a unos fascinaban y a otros exasperaban. Los campos más acordes con su carácter demoledor eran el parlamento y el periodismo, desde donde vigilaba al país con ojo de águila. Era hombre diverso y desconcertante.

Hoy, tanto tiempo después de aquellas épocas turbulentas, todavía quedan rezagos de la pasión sectaria que no ha dejado purificar la conciencia nacional de viejos resquemores. Los adversarios no podían ver al caudillo avasallante, al periodista fiscalizador, al tribuno grandilocuente, al estadista intelectual y probo. Ni admitir que era el orador más brillante que ha tenido el parlamento colombiano, dotado de vasta formación humanística y admirado en los países latinoamericanos.

En aquellas calendas, Colombia vivía una terrible época de rivalidad política, con muertos diarios a lo largo y ancho de la nación, que hoy ensombrecen las páginas de aquel pasado fratricida. De esa ferocidad no se libró ninguna de las dos colectividades. Quienes sin mucho análisis de la historia sólo han visto en el líder conservador un terror de la lucha partidista, y acaso interpretan el mote de El Monstruo como equivalente a hombre cruel, deberían considerar que la denominación va más allá, bajo esta acepción del diccionario: “persona de extraordinarias cualidades para desempeñar una actividad determinada”.

Tanta era la garra de Laureano Gómez para la lucha y tanta su jerarquía nacional, que en momentos aciagos para la democracia, cuando el país se derrumbaba en 1957 entre los peores actos de la dictadura, pactó con Alberto Lleras Camargo los acuerdos que terminaron con el régimen militar y crearon el Frente Nacional.

Monstruo de la moral: quizá sea la nota precisa que puede dársele a Laureano Gómez. Todos sus actos estaban subordinados a la cátedra de la pulcritud y la honradez en la vida pública, norma que no se cansó de sostener con denuedo. Su lucha fue infatigable e inclemente, porque la moral no podía tener esguinces. No puede tenerlos, a pesar de la disolución social de la época actual.

Cuánta falta le hace hoy Laureano Gómez al país. Si él viviera, la corrupción chocaría contra una roca. Colombia sería otra.

El Nuevo Siglo, Bogotá, 31 de julio de 2005.

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Comentarios:

Soy tu lector impenitente. Divulgaré entre mis alumnos, desde mi orilla liberal, el conocimiento del “monstruo”. Utilizaré para ello tu columna, si así me lo autorizas. Olympo Morales Benítez, Bogotá.

Siquiera me hiciste caer en la cuenta de que Laureano Gómez ya hace 40 años que murió. Creo que ya podemos irle perdiendo el miedo. En cuanto a los seudónimos del caudillo conservador, creo que te faltó Fray Jerónimo, con el que se autoentrevistaba en El Siglo. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Leí sus escritos sobre Laureano Gómez y Marco Fidel Suárez. Magnífica labor desarrolla usted, al igual que muchos otros, no muchos, compatriotas, tratando de rescatar la verdadera historia de Colombia. Ojalá todos los colombianos pudiéramos, más temprano que tarde, llegar a conocerla. Alberto Segura Rojas, Lima (Perú).

Nunca miré con simpatía a Laureano Gómez, porque me parecía un sectario y por lo que le hizo a Marco Fidel Suárez. Pero leyendo tu artículo sobre él pude apreciar una serie de facetas desconocidas para mí y mi concepto varió mientras te leía. ¡Trascendencia de la palabra, que puede edificar o destruir, arrancar o sembrar! Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

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