El ocaso del caudillo
Por: Gustavo Páez Escobar
Alguien afirmaba en estos días, con tono más triunfalista que realista, que “habrá Castro para rato”. Con esta expresión quería dar a entender que la salud del caudillo, bastante deteriorada después de la operación quirúrgica a que fue sometido, se restablecería en poco tiempo y él reasumiría el mando con la misma capacidad de que ha hecho gala durante su permanencia en el poder.
Sin embargo, lo que salta a la vista es la decrepitud inexorable de un estado físico que ya no da más. De aquel Castro que el mundo conoció lleno de vitalidad y que se daba el lujo de pronunciar discursos kilométricos sin ningún signo de cansancio, queda muy poco. Las escasas fotografías que llegan a la prensa durante el período de convalecencia, que deben entenderse como las poses que más lo favorecen –a él y a su régimen–, muestran a un hombre macilento, con mirada opaca y expresión mustia.
Este aspecto decadente contrasta con el del bizarro guerrillero que en 1959 salió victorioso de la Sierra Maestra y aplastó la dictadura de Batista, para luego asumir la jefatura de las fuerzas armadas y más tarde la del gobierno. Su triunfo fue vitoreado por los sistemas democráticos. Pero a esa dictadura siguió una más larga y obstinada, de medio siglo hasta el día de hoy, que acarreó graves perturbaciones en el campo de las libertades. La adhesión de Castro a la doctrina socialista ocasionó el bloqueo económico de Estados Unidos sobre la isla, aguda crisis que ha causado desesperación y miseria para el pueblo cubano, y mantiene en el destierro a miles de personas enemigas del régimen.
Castro, el hombre férreo que parecía eterno, camina hoy paso a paso hacia su final, y esto es inocultable. No solo hacia el final de su mandato, sino al de su propia vida. Su caso es similar al ocurrido en otros países, cuando por motivos de conveniencia de un gobierno se ha buscado prolongar la esperanza sobre la salud del personaje difundiendo imágenes aparentes. Esto puede suceder en las dictaduras, mas no en las democracias.
Con motivo de los ochenta años de vida del mandatario cubano, su homólogo de Venezuela, que participa de sus políticas, fue hasta el lecho del enfermo a congratularlo y de paso a tomarse una foto con él –que le diera la vuelta al mundo– como señal de supervivencia del caudillo. Allí apareció el líder con rostro demacrado y claros vestigios de deterioro general. Ni siquiera el atuendo deportivo que lucía pudo transmitir el aspecto saludable que se buscaba. El sigilo que ha girado en torno a su enfermedad no ha hecho otra cosa que incrementar rumores funestos.
Esa foto indicó que Castro no había muerto, como se especulaba, pero no consiguió demostrar que estuviera muy vivo. De todos modos, su resistencia física, en lucha aguerrida y sin tregua contra los grandes enemigos que se han opuesto y se oponen a su régimen totalitario, ha sido colosal. El solo hecho de mantenerse durante medio siglo desafiando el poder avasallante de Estados Unidos y de lograr, con todo, un fuerte liderazgo en América, con resonancia en el mundo, lo señala como uno de los líderes más trascendentes y recios de la historia universal. Por eso, su imagen histórica será siempre controvertida.
Su gobierno y su personalidad están rodeados por el mito. La verdad y la mentira, el chisme y la ficción, la tiranía y los logros sociales en algunos frentes (como el de la sanidad y el de la educación), han sido elementos entrecruzados de su gobierno. Su propia vida privada está rodeada de misterio, sobre todo en el campo de las mujeres, y hasta ahora comienza a verse la claridad. Con el tiempo se conocerá otro enigma: el de su fortuna personal, aspecto inescrutable que ha causado curiosidad general y que se ha mantenido entre bambalinas.
Uno de sus críticos más implacables, el prestigioso escritor y periodista cubano Carlos Alberto Montaner, sostiene la tesis de que el castrismo morirá con Castro. Y aduce argumentos como los siguientes: el haber aplastado con su enorme peso todas las instituciones del país; la desmoralización de la clase dirigente, que busca en secreto cambios profundos; el fracaso de las medidas económicas, que mantienen al pueblo hundido en la miseria; la presencia de una oposición democrática dentro y fuera de Cuba, que persigue la transición pacífica hacia la libertad; el propósito de Estados Unidos de contribuir a la instauración de un gobierno democrático y al fortalecimiento de la economía.
Cualquier cambio en el rumbo de Cuba depende hoy de la salud de Castro. Si él no regresa al poder por decadencia física o debido a su deceso, no parece que la fórmula ideal para remplazarlo sea su hermano Raúl. En él no se reconocen capacidad de estadista, imagen ni fuerza suficiente para administrar un país en bancarrota y a la deriva, cuyo grado de postración ha llegado a límites angustiosos.
Al ocurrir el ocaso del caudillo, grandes interrogantes se ciernen sobre el futuro de la isla. Por supuesto, los pueblos libres miran con esperanza el regreso de Cuba a la libertad. Frente a ese horizonte nebuloso, nada tan deseable para la democracia como que sea la sensatez la que determine los caminos correctos.
El Espectador, Bogotá, 2 de octubre de 2006.