El territorio de las sombras
Por: Gustavo Páez Escobar
Armero dormirá para siempre el sueño de los muertos. No podrá ser reconstruida porque es irrecuperable. Quedó convertida en campo arrasado, en erial de tumbas y soledad. Los pocos habitantes que se salvaron corrieron a Guayabal y Lérida. Otros sobrevivientes no volverán nunca al territorio siniestro, como huyendo de la pesadilla de aquella noche fantasmal. Desde el camposanto se mira de frente, como si estuviera a pocos pasos, el soberbio Nevado del Ruiz, dios castigador que hizo desaparecer 30.000 habitantes y 25.000 hectáreas de producción agrícola.
En este recorrido veloz efectuado por la zona del desastre, 16 meses después de ocurridos los hechos, llegué hasta Lérida, que dista una hora de Honda. La región pasa por una de sus épocas más calurosas del año. Ernesto Alcalá, el vendedor de paletas que vive a la caza de turistas en el cementerio de Armero, parece que también les diera de beber a los difuntos.
En tal forma se muestra familiarizado con la vida del cementerio –como si un cementerio tuviera vida–, que puede tomarse por una larva de la tierra o una visión de ultratumba. Creo que este comerciante de la sed mantiene, de tanto caminar sobre los cadáveres, comunicación con los espíritus: así se transfigura una persona a golpes de sugestión.
Doy tres vueltas por la plaza de Lérida en plan de observación y en busca de novedades. Leo sobre una pared: “Lérida: un corazón de sol”. Mejor lema no se ha podido fabricar. La atmósfera parece a punto de incendiarse. El termómetro marca 43 grados. Ninguna hoja se mueve en los árboles cargados de sopor, y hasta la música que suena en el bar de la plaza, donde me he situado en persecución de una cerveza, camina con modorra.
Surge aquí otro personaje parecido al vendedor de paletas. Es el embolador del pueblo. Un moreno de unos 50 años, quemado por muchos soles (llegó de Palmira hace 8 meses), simpático y charlatán. Siempre he pensado que el embolador, por lo bien relacionado que se mantiene, es gran intérprete de la humanidad.
Apenas en la mitad de su trabajo ya me había comentado que la muerte de Armero le dio vida a Lérida. Contrastes del destino. Guayabal y Lérida, antes minúsculos lugares que no lograban surgir a causa de su vecino desarrollado, ahora tienen el porvenir abierto. ¿Y el peligro de una nueva avalancha?, pregunto. Mi contertulio me explica que estas poblaciones se salvaron por una ‘oreja’. Contra esta oreja de la montaña se estrellaron toneladas de piedra y así pudo Lérida –y Guayabal por su lado– protegerse contra la destrucción. Ambos pueblos luchan hoy por su crecimiento.
He aquí otro comerciante de las circunstancias: el embolador de turistas. Se vino desde Palmira en busca de un lote. El pánico inicial hizo que la población se desbandara. La tierra casi la regalaban. Un lote en proximidades de la plaza, de 25 por 40 metros, se conseguía por seis mil pesos. Mi ocasional confidente, que llegó con ocho meses de retardo, lo adquirió por cien mil.
“Hoy me dan cuatrocientos mil y no lo vendo”, agrega triunfante mientras le echa el ojo a otro cliente. Sabe, desde luego, que al correr del tiempo su propiedad valdrá un platal. Ya liberada la deuda inicial, pronto comenzará la construcción de la vivienda. Todo se lo ha dado la caja mágica que hace relucir los zapatos después del recorrido por los senderos polvorientos de las tumbas. El paletero y el embolador deben de tener alguna secreta alianza en el arte de sobrevivir en esta zona castigada por la fatalidad.
Observo que muchos negocios –piscinas, restaurantes, puestos de comida– se montan apresuradamente en busca de turistas. Concateno, por una serie de historias escuchadas al vuelo, todo un eslabón de hechos que se están formando alrededor del oportunismo. Entiendo las dificultades de Resurgir para administrar sus caudales millonarios. Conforme hay gente honrada y recursiva, como los dos pintorescos personajes de esta crónica, que parecen irreales, existen piratas que pretenden pescar en el río revuelto de la tragedia humana.
Me quedé meditando sobre la oreja pintada tan gráficamente por mi interlocutor, la que descubrí más tarde, y pensé, en efecto, que la vida era caprichosa: esta oreja había salvado dos poblaciones, y la falta de ella había consumido a otra en este desierto pavoroso donde un vendedor de paletas mitiga la sed de los turistas y resuelve, con la elemental caja laboriosa, sus propias necesidades de subsistencia.
El Espectador, Bogotá, 7 de abril de 1987.