El mito de Gardel
Por: Gustavo Páez Escobar
Todo en Carlos Gardel, desde su cuna oscura hasta su muerte trágica, es misterio. En los setenta años transcurridos desde el accidente de aviación en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín, donde perdió la vida el 24 de junio de 1935 junto con otras 16 personas, poca claridad se ha obtenido acerca de los enigmas que rodearon su existencia. La leyenda comenzó aquel día, y el paso del tiempo consagró otra figura superior: el mito.
La controversia sobre el lugar y la fecha de su nacimiento sigue sin resolverse, y nunca se saldará. Según una versión, nació en Uruguay el 11 de diciembre de 1887, y según otra (que parece la verdadera), en Francia, el 11 de diciembre de 1890. Esta última hipótesis lo trae al mundo en un hospital de Toulouse, hijo de una humilde planchadora, Marie Berthe Gardes, y de padre desconocido. Su nombre de pila es Charles Romuald Gardes, que él se cambiará dentro de la vida del canto, para hacerlo más fonético en español, por el de Carlos Gardel.
De dos años lo traslada su madre a la Argentina, adonde viaja en busca de mejor suerte. Su infancia transcurre en el barrio Abastos de Buenos Aires, donde comienza a percibir los primeros aires del arrabal, que años después se reflejará en sus canciones. Abandona los estudios secundarios para responder al llamado de su destino artístico. En fondas, antros y cabarés se da a conocer como el “Zorzal Criollo”, rótulo que le asigna un músico del grupo y que se volverá un distintivo de su nombre.
A los 21 años forma con José Rozzano un dúo famoso, que marcará la mejor etapa de su carrera. Tres años más tarde, en una trifulca, recibe un balazo en un pulmón, y la bala le queda incrustada para toda la vida, como estigma de la vida borrascosa. Viene una intensa época de giras por América y Europa. Los públicos delirantes lo ovacionan en todos los escenarios. Su conjunto de guitarras resuena en el mundo. En 1933 vuelve a Buenos Aires por última vez. En noviembre de ese año emprende una nueva gira por Europa y Estados Unidos.
Al año siguiente filma para la Paramount de Nueva York tres de sus mayores éxitos: Cuesta abajo, Mi Buenos Aires querido y Tango en Broadway, seguidos poco tiempo después por El día que me quieras y Tango Bar, donde vibran sus canciones más entrañables y aplaudidas: Volver, Adiós, muchachos, A media luz, Cambalache, Caminito… Y llega el último año de su periplo existencial. En abril de 1935 comienza una gira por Puerto Rico, Venezuela, Aruba, Curazao, Colombia, Panamá, Cuba y Méjico. Pero el destino inexorable lo detiene en Medellín.
Dice un testigo que el choque de los dos aviones explotó como una bomba atómica que oscureció el aeropuerto. Han pasado setenta años desde aquel día infernal, y la penumbra sobre el accidente es la misma del primer día. Se habla de fallas topográficas y aerológicas del aeropuerto, de sobrepeso del avión, de rivalidad entre las dos empresas y sobre todo entre sus pilotos, de una disputa a bala entre Gardel y Le Pera (el productor del cantante), o entre Gardel y uno de los pilotos… Todo sigue en especulaciones.
Uno de los tres sobrevivientes, el guitarrista José María Aguilar, dio una versión y más tarde se contradijo. Misterio absoluto. En medio de esa ola de rumores y enigmas, ha crecido el mito. Fenómeno que abarca la faceta amorosa. Por su vida pasaron muchas mujeres, pero ninguna le encendió una pasión perdurable. Llegó, incluso, a hablarse de tendencias sospechosas, tal vez porque nunca se casó ni tuvo amante visible. El aspecto de la homosexualidad suena falso y aterriza también en el campo especulativo.
Gardel supo cubrir su privacidad con el velo de la discreción, y así protegió, amparado por su carácter introspectivo y su actitud reticente, la intimidad de su alma. Su talante lo llevaba a no pertenecer a nadie, sino al arte. Sus verdaderos amores fueron las canciones. Con todo, mantuvo una relación prolongada y de aparente estabilidad con Isabel Martínez del Valle, joven esbelta, varios años menor que él. En la mejor etapa del romance, ella fulguró ante el público como la novia ideal.
Pero al acentuarse las discordias, las frialdades y las distancias, que no todo el mundo veía, la relación se rompió. Isabel alcanzó uno de sus sueños, el canto –luego de estudiar ese arte en Milán–, y Gardel el de la liberación amorosa. Ella se casó, frustrada con el amor que se extinguía, y se fue a vivir al Uruguay. Quedó viuda, y veinte años después falleció a causa de un infarto cardiaco: una dolencia del alma, podría decirse. Nunca dejó de amar a su ídolo. Y pasó a la historia como la “novia eterna” de Gardel. Amor platónico (real en otros días) que engrandece el mito gardeliano.
El tango nació en Buenos Aires a finales del siglo XIX, hacia 1880. Era un ritmo sin mayor contenido, que tomaba otras melodías ya existentes y carecía de originalidad y clase. Modestos grupos lo ejecutaban en bares, burdeles y tugurios, con el empleo del violín, la flauta y la guitarra (faltaba el bandoleón, instrumento que muchos años después le daría la armonía que llegó a conquistar). Bailar tango era un signo de gente plebeya y escandalizaba a la alta sociedad. Por eso, en sus comienzos tuvo al lupanar como su escenario auténtico.
Faltaba que llegara Gardel a darle categoría. Con él nació el verdadero tango, el tango moderno, fenómeno cultural que refleja la idiosincrasia del pueblo argentino. Lo redimió de su ambiente prostibulario y lo trasladó a los mejores teatros y salones del mundo. Le imprimió ingredientes únicos, bajo el conjuro mágico de la música, la canción y la poesía. Los gestos vulgares y lascivos fueron cambiados por la escena artística, donde la pareja, al compás del ritmo y con los movimientos de la unión y la desunión, del ir y volver, representa la eterna danza de la vida, donde se alternan la dicha y el pesar, la ausencia y la cercanía, el amor y el desamor.
El tango es el retrato colectivo del pueblo latinoamericano, que en el ámbito de la barriada, lo mismo que en la cúspide de la ciudad, apura sus copas de fruición y hastío, de placer y soledad. Es pasión y filosofía. Refrenda el concepto del hombre macho y de la mujer seductora, porque así es la vida cotidiana. Manuel Mejía Vallejo, al dibujar en su novela Aire de tango el clima turbio del barrio Guayaquil de Medellín, lleno de amoríos, de lances turbulentos, de licor y humo, no hizo nada distinto que dibujar la condición humana que se vive en cualquier latitud. En Guayaquil se compendia el mundo, y en el tango, el sentimiento humano.
En el cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires, se levanta una enorme estatua en bronce con la figura sonriente de Carlos Gardel. Allí acuden multitudes constantes que depositan ramos de flores y le prenden velas a su ídolo. Algunos le piden un milagro. El mito continúa intacto.
El Espectador, Bogotá, 14 de julio de 2005.