Los infiernos de la miseria
Por: Gustavo Páez Escobar
Un país donde casi ocho millones de habitantes –alrededor del 20 por ciento de la población– viven con menos de $ 85.000 mensuales, a causa de lo cual no comen sino una vez al día, no puede ser un país feliz. Un país donde veintitrés millones de personas, que equivalen al 53 por ciento de la población, viven con menos de $ 210.000 mensuales (un poco más de medio salario mínimo), revela un estado de extrema pobreza. Un país donde el ingreso por cabeza es veinte por ciento más bajo que el del habitante promedio del mundo, aspecto que poco ha variado desde buen tiempo atrás, es un país mal dirigido. Esta es Colombia.
Esta es la patria manejada por políticos y gobernantes, para quienes valen más el provecho personal, el afán burocrático y la pasión sectaria, que la suerte del pueblo. Nada bueno puede salir de un Congreso sin vocación social, desacreditado e inoperante en medio de estériles reyertas personalistas, que ha hecho de la politiquería su herramienta de combate, mientras la gente languidece entre el hambre y la desesperanza.
Grandes reformas se ahogan en las dos cámaras por falta de compromiso con el país y por ausencia de verdaderos líderes que asuman el deber elemental de establecer medidas que favorezcan el interés común, en vez de buscar, con artimañas como la del ausentismo, pensiones desbordadas en su propio beneficio y desatar acaloradas discusiones en torno a temas baladíes. Mientras tanto, la gente pobre, que debe subsistir con menos de un dólar diario, supera el 64 por ciento de la población y ha venido en aumento durante los últimos años.
La caída del ingreso personal de los colombianos, frente al resto de países de Latinoamérica, es dramática. Tenemos el caso de Argentina, que no obstante la aguda crisis económica que padeció y que apenas va en vía de recuperación, tuvo el año pasado un ingreso por persona de 3.954 dólares, mientras el de Colombia fue de 2.213, cifra inferior a la del Perú (2.482). Si nos comparamos con Argentina (6.072 dólares), nuestro resultado equivale a casi la tercera parte. Un estudio reciente sobre la pobreza del país indica que ésta descendió 20 puntos entre 1978 y 1995, pero en 1999 regresó a los niveles de 1988.
Falta por saber para este análisis, que no pretende ser exacto sino mostrar una tendencia de esta situación calamitosa, qué ha sucedido en los años siguientes. Esto no es difícil de calcular, sabiendo que el empobrecimiento de los colombianos no encuentra tabla de salvación y, por el contrario, es cada vez más crítico.
Una de las causas que han agravado la suerte económica de la población se debe al problema de los desplazados por la violencia, que no sólo dejaron de producir en sus comarcas, sino que han creado cinturones de miseria en las ciudades por ausencia de fuentes de trabajo. Con ellos ha crecido el número de indigentes, que en gran parte viven de la caridad pública y muchos se deslizan hacia la delincuencia obligada.
No es que la economía no registre índices de crecimiento, ni que se hayan dejado de adelantar programas de apoyo para las clases menos favorecidas, sino que las cifras progresan para los ricos, a pasos acelerados, mientras los pobres siguen en el mismo nivel de penuria. Esto determina la enorme desigualdad económica que existe en el país, una de las más protuberantes del mundo. Las estrategias que en la última década se han adoptado para derrotar la pobreza han sido insuficientes, a veces ilusorias, y no han logrado una efectiva redención de la angustia popular.
Situados en Bogotá, a donde convergen las tropas de los desplazados, los desocupados y los menesterosos, quienes de paso incrementan los grados de miseria, inseguridad y degradación que sufre la capital desde tiempo atrás, el ambiente se ha vuelto desastroso. Los indigentes se apoderaron de la urbe, en los barrios, semáforos y calles centrales. El Cartucho era apenas el reducto de una gigantesca realidad social.
Ahora resolvieron desplazar de allí a los últimos habitantes de la calle, con sus vicios y peligrosidad incontenibles, lo que significa trasladar el problema a otro sitio. Aquí sucede lo del sofá en el caso de la casada infiel: que se vende para castigar o borrar la falta, y la mujer continúa siendo desleal… en otro sofá. En la misma forma, el desharrapado sigue siendo miserable en el nuevo lugar que se le asigne. Lo que a éste le falta es protección social.
Y falta, por supuesto, el Estado, que está constituido no sólo por el Presidente y sus ministros, sino por todo un engranaje gubernamental y político que representa, o debe representar, la conciencia social de la nación. Frente a este panorama patético y desolador, que ningún colombiano ignora y que todos padecemos en mayor o menor grado, cabe señalar que Colombia es un país de frustraciones, tanto en la elección de sus dignatarios como en el encuentro de la esperanza.
El Espectador, Bogotá, 9 de junio de 2005.
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Comentarios:
Conocí a un escritor dominicano que viajó a Colombia y tiene comentarios analíticos muy exactos del estado en que se encuentra nuestra patria. Dice que la violencia que observó en Medellín raya en lo satánico. ¡Qué imagen! Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.
Tu artículo sobre la miseria merece ser difundido entre todos los colombianos de buena voluntad. Así lo voy a hacer con mis corresponsales. El problema radica en la falta de una conciencia social y ciudadana. Pero no podemos perder la esperanza de que algún día todo este estado de cosas cambiará. Dios puede suscitar líderes honestos y realmente interesados en la cuestión social. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.