Breve recuerdo de Alfredo Iriarte
Por: Gustavo Páez Escobar
Hace un año fallecía en Bogotá Alfredo Iriarte. Su muerte sorpresiva produjo conmoción en el mundo de las letras, la academia y el periodismo. Había sobresalido como escritor original, dueño de estilo incomparable y maestro en el arte de la sátira y la ironía. Su Rosario de perlas, que escribió desde el año 1991 hasta el 2002, era uno de los espacios más leídos de El Tiempo, y en él glosaba, con gracia y erudición, los yerros gramaticales que pescaba en los periódicos. Fue siempre vehemente defensor de la pureza del idioma.
Su obra la conforman más de una docena de libros, entre ellos, Bestiario tropical, Cazuela de narraciones estrambóticas, Crónicas descomedidas, Episodios bogotanos, Espárragos para dos leones, Muertes legendarias. Este último, publicado después de su muerte, recoge los días finales de grandes personajes de nuestra historia y ventila sucesos apasionantes y misteriosos de sus vidas. En 1988, como acto conmemorativo de los 450 años de la fundación de Bogotá, escribió la historia de la ciudad en tres tomos, obra publicada por la Alcaldía con el auspicio de importantes entidades públicas y privadas.
A Alfredo Iriarte lo conocí en Armenia en 1982. Por aquellos días desempeñaba yo el cargo de gerente de un banco. Él, como jefe de relaciones públicas de la Compañía Colombiana de Seguros, había viajado a la capital quindiana en asuntos relacionados con su oficio. Y le pidió al gerente local de la compañía que le presentara a alguien que pudiera decir cosas interesantes, para hacerle un reportaje con destino a la revista Magazín al Día, donde era autor del espacio bautizado como “Sala de citas”. El escogido fui yo.
En sus columnas de prensa, Iriarte movía temas polémicos que creaban opinión pública. Esto era lo que perseguía en Armenia, y me lo advirtió de entrada. Para tal efecto, me invitó a que le contara detalles curiosos, ojalá críticos, que hubiera vivido o presenciado en mis relaciones con personajes salidos de lo común. Al finalizar la tarde, se presentó en mi oficina acompañado del gerente de la compañía, Raúl Mejía Calderón, exalcalde de Armenia, y de un fotógrafo que había contratado para ambientar su Sala de citas ambulante.
Pronto surgieron mis tres personajes, que encajaban en la regla: el médico revolucionario Tulio Bayer, a quien yo había conocido en el Putumayo antes de sus andanzas guerrilleras; el escritor boyacense Eduardo Torres Quintero, hombre genial, y el insigne cronista de Tipacoque y agudo crítico de los problemas nacionales en sus columnas de prensa, Eduardo Caballero Calderón. Una nómina de lujo. Pero faltaba hablar.
El cronista, haciendo gala de su simpatía proverbial, estimulaba mis confesiones con el gracejo oportuno y su personalidad desabrochada. Era el auténtico entrevistador, sencillo, recursivo e inteligente, que no necesitaba de grabadora para captar el nervio de la conversación, sino que dejaba que ésta se desarrollara al natural, sin la tortura del micrófono y de la pose solemne. El arte del reportaje depende más del entrevistador que del entrevistado. Es él quien le pone el condimento a la charla, la matiza y la hace fluir. Así se obtienen revelaciones insospechadas, que de otra manera se ahogarían en el atolladero de los temores y las timideces.
Seguía mis palabras con atención y porte amable, y abría sus ojos de lince cuando hallaba algún episodio singular que valía la pena percibir y rastrear en su exacto significado. Entonces hacía una breve anotación en la libreta de apuntes, con trazos gigantes que llenaban toda la página y que sólo él lograría traducir cuando repasara sus garabatos. Supuse que por medio de este sistema anticuado, en plena era de las comunicaciones, no iba a captar todo lo que yo le expresaba. Sin embargo, su destreza mental le permitía, al retener los puntos sustantivos, desenvolver más tarde el ovillo de la conversación y rescatar deliciosas anécdotas.
Cuando días después leí la revista, quedé sorprendido de la fidelidad con que había interpretado mis relatos. El sólo título del reportaje era un acierto y movía la curiosidad del lector para penetrar en el contenido: Hubo una ocasión en que las vacas sagradas de Manizales dieron leche adulterada. El episodio había ocurrido treinta años atrás, siendo Tulio Bayer secretario de Salud de Caldas. Tulio sabía que la leche que entraba a Manizales, suministrada por personajes de la alta sociedad -considerados intocables-, venía adulterada. Y como nadie hacía nada, lo hizo él: utilizando a estudiantes universitarios, creó puestos de control en todas las entradas a la ciudad y descubrió que el producto estaba mezclado con agua. El escándalo, como es obvio, levantó muchas ampollas, pero la medida fue ejemplarizante.
Alfredo Iriarte, en aquella entrevista memorable en la ciudad de Armenia, hace 21 años, llenó a cabalidad su Sala de citas. Me puso a echar corriente, como se dice en lenguaje popular. Ambos quedamos contentos con el reportaje. Conocí entonces al gran periodista, escritor y académico, que a partir de ese momento ingresó en mi lista de autores selectos.
El Espectador, Bogotá, 4 de diciembre de 2003.