Paseo por la Séptima
Por: Gustavo Páez Escobar
No tiene la Carrera Séptima de Bogotá la espectacularidad de la Gran Vía de Madrid, pero posee, como aquella, encanto y vitalidad. A comienzos del siglo XIX, cuando la incipiente aldea apenas llegaba a 20.000 habitantes, la Calle Real comprendía el sector de la carrera 7a. entre calles 11 y 14, donde estaban localizados los almacenes de entonces. Por allí pasaba el riel para el tranvía de mulas, que andaba (como su nombre lo indica) a paso de mula, y en los alrededores no se advertía ningún signo que mostrara indicios de expansión urbanística.
Un siglo después, la aldea había saltado a 100.000 habitantes, y el comercio, con pasmosa morosidad, se extendía un tramo más sobre la Calle Real. Ese estrecho perímetro, escenario de grandes sucesos religiosos y políticos, se preservaba -y se preserva- como una reliquia histórica de Bogotá. Avancemos otros cien años y estaremos en los albores del siglo actual, donde las 20.000 almas amodorradas se transformaron en más de siete millones de seres frenéticos que pueblan hoy la metrópoli vertiginosa.
La Carrera Séptima -o la Séptima, como la llamamos con abreviación familiar- es el mejor termómetro del crecimiento urbano. Cuando la vía llegó a la plazoleta de San Diego, el alcalde de turno proclamó un progreso evidente, y fue mayor el grito de victoria que se escuchó cuando pasó por Chapinero, y años después por la Avenida Chile, la Calle Cien y Usaquén, hasta desembocar, como una ráfaga del urbanismo incontenible, en La Caro, es decir, en plena autopista hacia Tunja. Nunca los comerciantes de las tres calles morosas del año 1800, época en que podía saborearse la aldea a sorbos de quietud infinita, pudieron pensar que vendrían más de 200 calles de avance desconcertante.
Sin embargo, este cambio de piel ha dejado intacto el sentido de la Calle Real, como referencia amable del ayer legendario. La ciudad monstruo de nuestros días ha destruido el sosiego de antaño y ha traído esta era alborotada y traumática. Cuando el alcalde Fernando Mazuera, un visionario del progreso, construyó los puentes de la calle 26, considerados excesivos en aquellos días y que hoy son elementales, se estaba apenas cortando el cordón umbilical del apretado vecindario.
La Séptima se fue alargando como una serpiente encantada, cada vez con mayor brío, durante los 200 años encerrados en este recuerdo. La vieja Calle Real pasó de ser minúsculo territorio de escasos comercios y taciturnos pobladores, a la arteria briosa y fundamental para el desarrollo capitalino, vía que atraviesa con cierto garbo femenino, y acaso con arrogancia, el alma de la urbe desmesurada de comienzos del nuevo milenio. Es tal su pujanza, que rompió todos los diques y desfiguró la imagen de la remota aldea. El gigantismo destructor respetó, por fortuna, el centro histórico, pero el deterioro que registra la zona lo hubieran llorado los iniciadores del comercio santafereño.
Un grupo de indigentes se apoderó de varias de esas calles y las convirtió, ante la tolerancia de las autoridades, en letrinas y dormitorios públicos, cada vez más lesivos para la sanidad y la estampa del lugar. Los tesoros localizados en sectores como La Candelaria, Egipto, Santa Bárbara, San Victorino, Las Cruces, y en general el centro de la ciudad, van en franco retroceso, debido a la falta de preservación de esas joyas urbanísticas y a la ausencia de normas eficaces que impongan una superior calidad de vida.
Hace poco realicé un paseo detenido por la Séptima, desde la Plaza de Bolívar hasta la plazoleta de San Diego, en plan de contemplación de la antigua Calle Real, remozada hoy con los barnices y el esplendor del modernismo, y el espectáculo fue deprimente. La invasión de menesterosos, desplazados, comerciantes callejeros y toda suerte de estorbos públicos, comprendiendo en ellos los raponeros ocultos en la muchedumbre, son los azotes contemporáneos del transeúnte.
Hoy ya no se transita con tranquilidad por esas calles, y menos con agrado. A cada paso salen al encuentro personas de la peor laya, dedicadas a importunar, exhibir sus lacras y reclamar ayuda con agresividad. El sosiego y el encanto de otras épocas han desaparecido en manos del progreso arrasador. Esta mezcla de fulgores y miserias retrata, es cierto, el drama social de las grandes urbes, pero no podemos ser complacientes con la mediocridad. De lo contrario, tendremos una urbe deshumanizada.
Limar los lunares que afean el centro de Bogotá -el mayor patrimonio de la ciudad y la cara de mostrar- ha de ser afán prioritario. Debe cambiarse la suciedad por el aseo, la zozobra por la seguridad, la dejadez por la estética. Se requiere que las autoridades piensen en grande, animadas por sustantivos planes de desarrollo, y comprometan la voluntad ciudadana y el concurso de arquitectos idóneos y de verdaderos asesores del urbanismo. Las calmosas calles del pasado fueron borradas por la celeridad de los nuevos tiempos, lo que no puede evitarse y además resulta indispensable para estar en la onda de la “modernidad”. Pero admitamos que nos cambiaron el paraíso por el infierno.
El Espectador, Bogotá, 3 de abril de 2003.