Violencia política de los años 30
Por: Gustavo Páez Escobar
En el libro ¿Por quiénes doblaron las campanas?, de reciente aparición, Antonio Cacua Prada revive una época nefasta de la violencia partidista en el país: la que azotó a la provincia de García Rovira, en el departamento de Santander, durante los años 30 del siglo XX.
El estallido de la conflagración comenzó el 29 de diciembre de 1930, cuando la policía municipal de Capitanejo, que era liberal, asesinó a un grupo de campesinos conservadores que se inscribían para votar en la elección de diputados en febrero del 31. Ese hecho se repitió en Guaca el 2 de febrero y dio origen a la formación, en ambos bandos, de las llamadas “chusmas”, que eran grupos de ataque y de defensa, de triste recuerdo en la historia del país.
El 29 de junio de 1931 fue asesinado el párroco de Molagavita, Gabino Orduz Lamus, oriundo de San Andrés (provincia de García Rovira), por el agente de la policía departamental Roberto Tarazona.
A lo largo de la década se recrudeció la ola de asesinatos en la provincia. Al concluir la hegemonía conservadora e iniciarse la liberal con el gobierno de Enrique Olaya Herrera, en 1930, irrumpió la represión del partido ganador contra sus adversarios. Esta época violenta tuvo su mayor expresión en Santander y en Boyacá.
Con el cambio de un partido al otro vino la renovación de la policía, la que sin ser numerosa, dada la proporción del país, producía numerosos muertos en el bando contrario. Era una policía rudimentaria, pero de todos modos contaba con las armas gubernamentales y con el amparo de la impunidad. Lo que había sucedido en los gobiernos conservadores se trasladaba ahora a los liberales, situación que llegaría hasta el año 1946, cuando volvieron los conservadores al poder con el triunfo de Mariano Ospina Pérez.
La realidad monda y lironda era que la violencia estaba empotrada en Colombia desde la derrota del dominio español. El país permanecía en guerra constante, con el objetivo claro de exterminar a los situados en la frontera opuesta. Ahora, en 1930, el turno correspondía a los liberales, y esta vez la saña era más recalcitrante que la ejercida en años anteriores.
El inicio de la nueva etapa de la barbarie fratricida tuvo ocurrencia en Capitanejo, población limítrofe con el norte de Boyacá, hecho que dio origen a repetidas masacres. Se mataba con alevosía y a sangre fría, como lo recuerda Antonio Cacua Prada en esta memoria histórica.
El 10 de septiembre de 1932, el alcalde de San Andrés, Clímaco Rodríguez, dirigió feroces acciones que se tradujeron en la muerte de numerosos labriegos, la intención de asesinar al coadjutor, Carlos Colmenares, el ataque a las religiosas del hospital y del colegio de señoritas y la destrucción de la imprenta donde se editaban el semanario Lucha y Defensa y la Hojita Parroquial.
Don Pedro Cacua Jaimes, padre del historiador Cacua Prada, había fundado dicho semanario el 13 de diciembre de 1930, y su vida se extendió hasta el 10 de septiembre de 1932. En estos días su hijo Antonio tenía apenas seis meses de edad. Para evitar ser asesinados, la familia tuvo que refugiarse en la finca de un familiar y ocultarse durante varios días en unas cuevas indígenas.
Pasados los años –el 10 de febrero de 1979–, don Pedro Cacua Jaimes, que había alcanzado alto liderazgo político en su tierra, y que moriría días después, le dijo a su hijo: “Como eres un apasionado por la historia, te tengo un regalo muy especial. Te voy a entregar tres colecciones de periódicos, empastados, y un folleto, en ellos encontrarás parte de la historia de tu pueblo, y de Guaca”.
En esto consiste el libro que edita hoy Antonio Cacua Prada: en reproducir en forma textual los artículos publicados en el semanario Lucha y Defensa, que se convierten en testimonio fiel de una de las etapas más sanguinarias de la vida colombiana. Han pasado 37 años desde el día en que recibió el legado de su padre, y 86 años desde que en García Rovira estalló uno de los capítulos más tenebrosos del odio y la retaliación movidos por la pasión política. Época cavernaria de ingrata recordación.
El Espectador, Bogotá, 31-VII-2016.
Eje 21, Manizales, 29-VII-2016.
Comentarios
Este recuento histórico de la violencia en Santander y norte de Boyacá se reprodujo en otros sitios de Colombia. Baste recordar los hechos acaecidos en el Valle del Cauca y que sirvieron a Álvarez Gardeazábal para su novela «Cóndores no entierran todos los días». Infortunadamente el 90%, y creo no exagerar, de los colombianos ignora cómo y quiénes fueron los generadores de la violencia que desde hace muchas décadas ha golpeado al país y frustrado la anhelada paz. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.
Este artículo y el libro del escritor Cacua Prada son la historia de la provincia y las ciudades colombianas: ora violencia partidista, ora ataques guerrilleros, ora el narcoterrorismo, ora las matanzas de paramilitares, ora la sevicia de las bacrim y ora… En Colombia siempre hay una nueva violencia que falta por suceder. Ojalá algún día tengamos la inteligencia colectiva de cambiar este mal endémico. Armando Rodríguez Jaramillo, Armenia.
Leí la columna con la desazón que me causan escritos de ese corte; con él recordé el Quindío de mi niñez. Cada vez me convenzo más de que este es un país de bobos bravos, muchos de ellos de muy mala clase. Josué Carrillo, Barcelona (Quindío)
Ese es un vergonzoso capítulo de la historia política de Colombia que se ha querido borrar para culpar al partido conservador y específicamente a los expresidentes Ospina y Gómez como «los padres de la violencia partidista en Colombia». Mi padre, quien fue veterano suboficial del Ejército en los años veinte y comienzos de los treinta, me contaba cómo en un país que venía en paz, ésta fue rota por unas masacres de decenas de conservadores inermes concentrados en las plazas de mercado en algunos municipios de Caldas, en Gachetá y en Salazar de Las Palmas. Luis Granados Morales, Bogotá.