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Archivo para viernes, 20 de diciembre de 2013

Memoria del fuego

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Gustavo Páez Escobar

Hace 40 años, el 23 de julio de 1973, ardía el edificio de Avianca. Su torre, de 42 pisos, era la más alta que existía en Suramérica. Por aquellos días se iniciaba la época de los rascacielos, y el edificio bogotano era admirado por su solidez y belleza.

Su diseño y construcción fueron ejecutados por Esguerra Sáenz, Urdaneta y Cía., Ricaurte Carrizosa Prieto y el italiano Doménico Parma. El diseño concluyó en 1963 y la construcción se realizó entre 1966 y 1969. La obra se levantó en el predio que ocupaba el renombrado hotel Regina. Cuatro años después de la inauguración llegaron las llamas e invadieron la soberbia edificación que representaba el mayor símbolo del avance urbanístico de la capital, ante la mirada atónita del país y la insuficiencia técnica para sofocar el ímpetu destructor del fuego.

Pasadas las 7 de la mañana se inició el incendio en el piso 14. Allí, según el relato que años después haría la aseadora Araminta Isea en la revista SoHo, había muchas cosas almacenadas, como tapetes, alfombras y gasolina. Queda fácil deducir que algún descuido originó la combustión. A los 15 minutos llegaron los bomberos y se pusieron al frente de la operación más gigantesca y riesgosa que nunca habían acometido, con la mala fortuna de que las mangueras solo llegaban hasta el piso 12.

Las llamas ascendían con gran velocidad desde el piso 14, y llegarían al 37. La gente que a esa hora se hallaba en el edificio subía a pie por las escaleras, en intento desesperado por no dejarse alcanzar por el fuego. Las operaciones de rescate se cumplían con helicópteros que lanzaban torrentes de agua sobre el gigante herido. Algunas personas atacadas por el pánico se tiraron al vacío y perecieron. Otras llegaron hasta la azotea, donde fueron sacadas en helicóptero. La espantosa escena se prolongó hasta bien entrada la noche.

Días después, el 12 de agosto de 1973, salió publicado en el Magazín Dominical de El Espectador, con gran despliegue –y con impresionante fotografía del edificio devorado por las llamas–, la página que titulé El fuego: amigo y enemigo, donde anoté: “De pronto llegaron las llamas y todo lo arra­saron. La ciudad se sintió impotente para contener su furor y presenció aterrorizada cómo estas len­guas del infierno se iban encaramando de piso en piso, de pared a pared, sin respetar nada, hasta co­ronar la altura y dejar un escombro humeante”.

Miles de colombianos presenciaron en la televisión el avance vertiginoso del fuego y los esfuerzos titánicos de los bomberos y otros organismos de salvación que con medios precarios luchaban contra la hecatombe. El saldo trágico fue de 4 muertos y 63 heridos. Ahora bien, la estructura no sufrió daños considerables.

Ahora viene un dato curioso. En aquella época ocupaba yo la gerencia de un banco en Armenia y enfrentaba una difícil situación con Proexpo (Fondo de Promoción de Exportaciones), cuya sede estaba situada en el edificio de Avianca. El problema nacía del proceder de un cliente de mi oficina en el trámite de una exportación. Nosotros no éramos responsables de la conducta del cliente, pero Proexpo se empeñaba en inculpar a mi oficina, y de paso creaba un problema para todo el banco. Actitud injusta, por supuesto. Entre carta va y carta viene, que fueron muchas, estuve empapelado y mortificado durante largo tiempo. Con todo, no lograba que las cosas se aclararan.

En Proexpo (esto lo sabríatiempo después) había un alto funcionario que ejercía indebida presión contra el banco, por una malquerencia personal. Ese era el  motivo soterrado. Increíble, pero cierto. La condición humana hace cometer a veces actos insólitos. La solución la dio el incendio del edificio de Avianca, ya que todos los archivos de Proexpo desaparecieron entre las llamas. Nunca más volvió a mencionarse el caso. El fuego nos hizo justicia.

El Espectador, Bogotá, 19-VII-2013.
Eje 21, Manizales, 19-VII-2013.
La Crónica del Quindío, Armenia, 20-VII-2013.

* * *

Comentarios:

El  14 de julio de ese año llegué a Colombia recién casada. Fue el primer acontecimiento terrible que vivimos entonces. El esposo de mi prima Esperanza Feres, Francisco Ramírez (q.e.p.d), tenía su oficina de arquitecto en el piso 14.  Marta Nalús Feres, Bogotá.

Me acuerdo de ese incendio como si fuera ayer. Yo trabajaba en el piso 12 de un edificio en la calle 20 con carrera 10, y todo el día nadie trabajó. Desde allí vimos el incendio que lentamente acabó con el símbolo estructural de ese entonces. Luis Quijano, colombiano residente en Houston (USA).

Hay que anotar que el piso donde se inició el incendio era realmente el 13, pero que por huirle a la mala suerte fue numerado como 14. Marmota Perezosa (correo a El Espectador).

Tenía yo 18 años y recuerdo como si fuera ayer que nos reunimos todos en la casa a observar en el televisor todos los pormenores de semejante hecatombe. Muy similar fue la novelería que causó la movida de un edificio en el centro de la capital, también transmitida por la pantalla chica. Pablo Mejía Arango, Manizales.

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Triunfó la corrupción

viernes, 20 de diciembre de 2013 Comments off

Gustavo Páez Escobar

No ha habido Gobierno del país en varios años atrás que no anuncie mano dura contra la corrupción. Todos llegan animados por el mismo propósito, a sabiendas de que se trata de uno de los mayores flagelos que azotan la vida nacional. Y a poco andar, comienzan a aparecer los casos más aberrantes de descomposición en el propio ámbito estatal, y a veces desde las posiciones más altas de la administración.

Echar mano a los bienes del Estado, valiéndose de los pervertidos sistemas de soborno, de celebración de contratos fraudulentos y toda suerte de artimañas, se ha convertido en un ejercicio corriente, cometido en forma descarada y desafiando todos los rigores de la ley. Quien no roba está fuera de órbita. Quien no roba no sabe aprovechar su cuarto de hora. Es una regla invisible que se ha extendido en la vida pública como patente de corso. Qué triste tener que admitir esta abyecta desviación en la conducta moral de grandes núcleos de la ciudadanía.

La encuesta de Transparencia Internacional que acaba de revelarse no hace nada distinto que refrendar la dolorosa realidad que todo el país conoce. Según ella, la percepción de un 56 por ciento de los colombianos señala que la corrupción en el sector público ha aumentado de manera alarmante en los dos últimos años. Los sectores donde más se pagan sobornos son la Policía y la Justicia.

¿Qué puede esperarse cuando estas dos columnas vertebrales de la nación están  penetradas por la inmoralidad? ¿Cómo esperar que exista justicia –en este país tan necesitado y carente de ella– cuando los encargados de ejercerla se dejan enredar por el vil dinero, el tráfico de influencias o los apetitos de poder? ¿Cómo confiar en la acción contra el delito, las bandas organizadas y los peces gordos cuando los policías hacen de las “mordidas” un medio de vida? Con todo, los últimos directores de la institución han realizado los mayores esfuerzos de depuración en sus filas, que en muchos casos han tenido correctivos ejemplares, si bien el gigantismo de la empresa facilita no pocos descarríos.

Según la encuesta, las entidades más corruptas de Colombia son el Congreso y los partidos políticos. Entidades que tienen mucho en común como representantes del pueblo, y que debiendo ser, por eso mismo, dechados de pulcritud y eficiencia, son todo lo contrario. Los partidos han deteriorado su esencia democrática, y sus miembros han dejado perder el prestigio personal e institucional que fue la nota preponderante de otras épocas.

Hoy nuestros partidos son los menos reputados en América. Lo dice Fernando Londoño Hoyos en su columna de El Tiempo de este 11 de julio: “La política perdió toda nobleza, se quedó sin altura, sin ideas ni motivos”.

Esta encuesta cubrió 107 países, y entre ellos Colombia tuvo una pésima nota. El primer lugar en corrupción lo ocupó Bolivia, luego quedaron Méjico y Venezuela, y el quinto puesto fue para Colombia. Nos rajamos. Triunfó la corrupción.

Ojalá esta penosa circunstancia lleve a Colombia, con su presidente a la cabeza, a reflexionar sobre los graves problemas que nos rebajan y nos deshonran ante el concierto de las naciones, y a buscar medidas prontas y eficaces para salir del atolladero a que hemos llegado. El hundimiento moral no es de ahora, no es solo de este Gobierno, ni del anterior, ni del de más allá, sino que se ha producido poco a poco a través de largo tiempo.

Se requiere una fuerza nacional –de todos los estamentos y de todos los ciudadanos de bien– para romper las barreras de la indiferencia social y de la común tolerancia con el vicio, que mantienen al país en tan lastimoso estado de ruina moral.

El Espectador, Bogotá, 12-VII-2013.
Eje 21, Manizales, 12-VII-2013.
La Crónica del Quindío, Armenia, 13-VII-2013.

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Comentarios:

Yo creo que mientras no existan leyes fuertes y se apliquen con vigor, nunca vamos a destruir ese flagelo de la corrupción. Mauricio Guerrero, colombiano residente en Estados Unidos.

Si el país no despierta de esta pesadilla, nos aniquilará a todos. Eduardo Durán Gómez, Bogotá.

Hay problemas tan arraigados que uno no vislumbra solución a ningún plazo. Si bien es cierto que la corrupción es un mal general en muchos países del mundo, ¿por qué Colombia tiene que figurar entre los más corruptos? Una de las razones por la cual aumentó la corrupción fue la de acabar con el control previo para la fiscalización de los compromisos fiscales del Estado. De esta manera la Contraloría General de la República pasó de hacer un control anterior al egreso, a uno posterior, es decir a «bendecir y avalar» hechos cumplidos, mucho tiempo después de las erogaciones. Pero ¿a quién puede interesarle reimplantar el sistema anterior de control? Se terminaría el festín con los dineros públicos. Gustavo Valencia García, Armenia.

He leído varios escritos donde los columnistas se duelen de la corrupción, a raíz del reciente informe internacional, pero ninguno habla de la sanción social inexistente en Colombia. Sin ella no saldremos de esta situación. Jorge Jaramillo, Bogotá.

De los males mayores del país, la corrupción los supera todos. Por más leyes, cambios a la Constitución, cambios estructurales del sistema, planes decenales para mejorar las cosas, no vamos a cambiar sustancialmente nada sino hasta que cada uno de nosotros hagamos conciencia histórica y autocrítica, aceptando primero que somos los únicos responsables de lo que tenemos y nos merecemos: los unos por acción, los otros por omisión, los otros por adinamia, los otros por complacencia… Jorge Luis Duque Valencia, médico cirujano, Armenia.

Esta columna es el pálpito y el dolor de todos los ciudadanos de bien y del común, que no tenemos forma de alzar la voz en un medio de comunicación. Debo confesar que lo que yo siento es una enfermedad colectiva de desánimo, incredulidad, impotencia, desesperanza y miedo. Los corruptos nos tienen al borde del abismo físico, emocional, económico, que agota  y nos convierte en un pueblo maltratado y dolido. Y nosotros metidos en un laberinto del cual no tenemos posibilidades de salir. Inés Blanco, Bogotá.

Cuando joven, la industria de la familia me enseñó a ver la corrupción bien de cerca y cuando mayor, regresado de estudiar en Europa y ya en el medio trabajando, hube de vivirla bien de cerca y como nunca pude ni quise participar, me vi obligado a salir del país. Jorge Enrique Angel Delgado (correo a El Espectador).

La corrupción en Colombia es una forma de vivir para la clase política desde que somos república. En la actualidad súmanse narcotráfico, contratos y todo tipo prebendas. Adolecemos de códigos éticos que realmente nos conviertan en una sociedad ejemplar, democrática, equitativa, justa. Para eliminar o por lo menos disminuir este flagelo se requieren por lo menos 5 generaciones de colombianos aplicados a un nuevo orden que cambie todas estas malas costumbres. Hay que estudiar, transformar con nuevos valores y códigos éticos lo que queda de país. socratesindignado (carta a El Espectador).  

Muy interesante artículo. Espero ayude a crear conciencia. La corrupción es el cáncer que está devorando al país y de acuerdo a las últimas informaciones hizo metástasis en todas las entidades  oficiales. Pero lo más grave es la permeabilización de la justicia que como dicen varios columnistas en la prensa hizo que se «corrompiera la sal». Hasta ahora no se vislumbra quién le ponga el cascabel al gato, pues todo es fruto de la politiquería y de los politiqueros, a quienes el bien de la nación les importa un pepino. Sólo les interesa llenar sus arcas en forma fácil y rápida, sin importar los medios. Desafortunadamente establecieron la cultura de la trampa y el atajo donde al delincuente se le admira como «vivo» y al honesto lo tachan de «pendejo». Lástima nuestra Colombia, tan bella pero tan mal manejada. William Piedrahíta, colombiano residente en Belleview, Florida.

Los abominables vándalos

viernes, 20 de diciembre de 2013 Comments off

Gustavo Páez Escobar

La Rebeca, que pronto cumplirá noventa años de haber sido instalada en Bogotá, es uno de los monumentos que más han sufrido el maltrato callejero. En forma periódica se le hacen costosas reparaciones, y al cabo de los días vuelve a causarse el mismo ultraje. Una vez le pintaron bigote y le pusieron corbata. Después le rompieron la nariz y los dedos. Qué insulto al arte y la cultura.

Lo mismo ocurre con la estatua de Sía, la diosa chibcha del agua, cuya presencia en la capital cumple siete décadas. Los vándalos acabaron con el cuerpo de la deidad tallado en piedra e invadieron el sitio con infamantes grafitis que la mantienen con el rostro cabizbajo, como apenada de vivir entre gente dominada por los peores instintos. Otro tanto sucede con la mayoría de monumentos de Bogotá y de las capitales colombianas.

En el puente peatonal que desemboca en la plazoleta de la carrera 17 con calle 98, las rejas que cubren los sumideros han desaparecido, no sé cuántas veces, en manos de los azotacalles que viven al acecho de cuanto puedan hurtar al amparo de la noche. Tapas de las alcantarillas, sumideros, rejas y luminarias son elementos de fácil sustracción por los rateros. También se apropian de adoquines y postes de la luz, lo que tal vez suene exagerado, pero es la realidad.

Para tener una idea del daño que se produce a la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá, que en forma permanente repone los artículos hurtados, es preciso saber que estos tuvieron un costo de 500 millones de pesos durante el primer semestre del año. El costo mensual de las luminarias hurtadas es de 350 millones de pesos.

Por otra parte, están las averías causadas a las señales de tránsito, cuya reparación representa un costo aproximado de 1.000 millones de pesos anuales. Y la de los semáforos, 600 millones anuales. Cuesta otro dineral la reparación de los actos vandálicos contra las estaciones de buses y de Transmilenio. El mantenimiento de estos servicios tiene un costo exorbitante y debe realizarse con la mayor eficacia para garantizar la vida normal de la ciudad. De lo contrario, vendrá el caos.

Los grafitis son otro de los lastres que soportan los cascos urbanos. Esta tendencia arrasadora se estrella contra el patrimonio público y privado, degrada la estética de las viviendas, las fachadas de los edificios, los locales comerciales, las iglesias, los muros, los puentes y los monumentos. Si con la permisión del grafiti se busca el desarrollo del arte, habrá que preguntar de qué arte se trata, si en la mayoría de los casos lo que se ven son horribles mamarrachos, trazos sin sentido, leyendas o palabras injuriosas, mensajes obscenos o insulsos.

Al vándalo lo mueve un instinto cavernario de destrucción y resentimiento social. Goza haciendo mal en la propiedad ajena y camina impune por las calles, muchas veces armado de cuchillo y garrote. Es amo y señor de su propia perversidad. Desafía el orden y las normas, por ser un desadaptado de la sociedad. La sociedad lo enjuicia, pero no lo regenera.

No es posible llegar a tal grado de chabacanería, ruindad e inseguridad. Hemos caído en los abismos de la frivolidad, la indiferencia ante el desatino, la convivencia con la ordinariez, lo dañino o lo mediocre. En lugar de dolernos por lo que existe en forma errónea, debemos rescatar la función de buen ciudadano que dejamos perder a causa de nuestra permisividad o silencio cómplice.

A todos nos corresponde velar por la ciudad. La ciudad es de todos. Existen normas para frenar los abusos del vandalismo, pero poco es lo que hacen las autoridades en tal sentido. Hay que comenzar por educar la conciencia cívica. Y al mismo tiempo reprimir los desmanes que atropellan la vida civilizada.

El Espectador, Bogotá, 5-VII-2013.
Eje 21, Manizales, 5-VII-2013.
La Crónica del Quindío, Armenia, 6-VII-2013.

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Comentarios:

La ciudad va quedando en manos de los vándalos y el civismo se ha convertido en una cosa del pasado. Mientras no recuperemos una identidad cultural no hay nada que hacer.Eduardo Durán Gómez, Bogotá.

La majestuosa escultura del Libertador, obra de Tenerani, exhibida en la plaza de Bolívar, podría trasladarse a un lugar seguro, donde no pueda ser objetivo de los vándalos, como el Museo Nacional. En su lugar, se puede poner una copia. Como en Bogotá no hay semana en que no haya por lo menos una manifestación pública que se dirija a la plaza de Bolívar, de nada sirve limpiar el pedestal porque la chusma vuelve a ensuciar el monumento con sus grafitos. Gilberto Álvarez Ramírez, Bogotá.

Como me lo dijera alguna vez el periodista amigo Héctor Ocampo Marín: “La chabacanería nos está ganando la partida”. Carlos Alberto Villegas, Medellín.

Aterradora radiografía de nuestra realidad. De igual forma se comportan los hinchas de las barras bravas del fútbol quienes se creen con licencia para cometer todo tipo de desmanes; de alguna forma habrá que acabar con esa vagabundería. Pablo Mejía Arango, Manizales.

El código de policía debe tocar este tema. Lo que falta es autoridad. Con seguridad, cuando más de uno de estos vándalos entren a la guandoca lo pensarán dos veces antes de expresar el «libre desarrollo de su personalidad». Otra plaga igual es la de los carteles en paredes y postes de la ciudad. yahir51 (correo a El Espectador).

Los vándalos (grafiteros que manchan fachadas de casas o comercios, que se cuelan y dañan las puertas en el Transmilenio, que destruyen las esculturas) no van a atender a ninguna campaña educativa, lo único que los detendría serían sanciones ejemplarizantes. Y no muy lejos de su conducta antisocial están los indigentes que riegan las basuras y los narcoadictos que consumen y son microtraficantes al mismo tiempo.  Juaco G. Hoyos (correo a El Espectador).

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El derecho a la salud

viernes, 20 de diciembre de 2013 Comments off

Gustavo Páez Escobar

La ley estatutaria de la salud, aprobada en días pasados por el Congreso y que cumple el trámite de su revisión por la Corte Constitucional antes de ser sancionada por el presidente de la República, es el paso previo para estructurar una verdadera reforma a través de la ley ordinaria de que se ocuparán el gobierno y la rama legislativa en el semestre próximo.

A pesar de que dicha ley contempla aspectos positivos, el campo de la salud sigue en entredicho. Fueron más las expectativas que se formaron que lo que en realidad se consiguió. Se esperaba una ley de mucho mayor alcance, y ya aprobado el acto legislativo, apenas se siente en el país moderada satisfacción. Para interpretar con fidelidad el ánimo de los colombianos, puede decirse que nadie –ni siquiera el Gobierno, que predica las ventajas de la norma– ha quedado conforme por completo.

Es cierto que se ha dado un paso adelante en materia tan sensible para el bienestar de los colombianos, pero los vacíos y las necesidades que quedan por resolver no son de poca monta. Muchos intereses, muchas discusiones y trabas se han interpuesto para consolidar un sólido estado de progreso social en el terreno de la salud.

Han pasado 20 años desde la vigencia de la ley 100, que creó “el sistema de seguridad integral” pregonado en aquel entonces como el gran avance que requería el país. Pero no ocurrió así. Se lograron algunas mejoras, pero al mismo tiempo nacieron poderosos escollos que dieron al traste con los buenos propósitos que habían inspirado el estatuto. Desde entonces la salud ha venido de capa caída, no solo en lo que tiene que ver con su deficiente organización, sino en lo relacionado con la falta de incentivos para el cuerpo médico, y otras falencias.

Estos 20 años no han sido suficientes para llevar a cabo una auténtica rectificación de las políticas equivocadas. Sucesivos ministros del ramo han intentado hacerlo, pero al tropezar con la maraña de intereses creados y los enormes obstáculos que no dejan avanzar, han desistido de su empeño. Se esperaba que la nueva ley cumpliera un cabal cometido reformador, pero las cosas quedaron a medias. Y es que en el país –bajo la batuta de gobernantes, políticos y congresistas– nos hemos  acostumbrado a los retazos, a los paños de agua tibia, a las obras inconclusas. Lo que hoy se decreta, mañana hay que reformarlo o revocarlo. De ahí nace la inoperancia nacional.

De todas maneras, algo se ha avanzado con la nueva ley. Se le pone piso al derecho fundamental de la salud, y esto constituye sin duda una gran conquista. Pero se ata su beneficio a la existencia de recursos en las arcas del Estado. Se consagra la autonomía del médico para decidir el manejo de la enfermedad y la prescripción de los medicamentos, medida que es esencial para  favorecer la salud de los pacientes. Hay que celebrar esta reconquista de la misión de los médicos.

El enfermo podrá acudir a los establecimientos de salud sin ninguna restricción en cuanto a costos y tipo de medicinas que requiera. De este modo, desaparecerán los  “paseos de la muerte”, método inicuo según el cual el paciente podía ser rechazado en clínicas y hospitales por ser oneroso su caso. Si la ley entra en verdad a garantizar la salud de los colombianos, episodios dolorosos como la muerte del enfermo en el tránsito por distintos centros de la salud no tendrán razón de ser.

Los precios de los medicamentos se regularán por el costo promedio que tienen en varios países del área. Al obtener le ley la sanción presidencial, este aspecto entrará a ser reglamentado. De hacerse realidad dicho mecanismo, algo que está por verse, los medicinas en Colombia dejarán de ser las más caras del mundo. Y Colombia disminuirá la calificación como uno de los países más inequitativos. Ojalá fuera verdad tanta belleza.

El Espectador, Bogotá, 29-VI-2013.
Eje 21, Manizales, 28-VI-2013.
La Crónica del Quindío, Armenia, 29-VI-2013.

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Comentarios:

La aprobación de una norma que determine mejor calidad de la prestación del servicio de salud es una necesidad sentida, dada la deficiente calidad que prestan las entidades que lo hacen, amparadas en normas restrictivas, que van en contravía de los derechos y necesidades de los usuarios y de la misma normatividad constitucional. De todas maneras algo mejor debe salir de la ley aprobada y de su reglamentación, con la salvedad de que los recursos públicos pueden no alcanzar para la expansión de beneficios y ojalá esta expectativa no se convierta en una nueva frustración. Hay que esperar la refrendación y aplicación de la ley, para saber, de verdad, de sus alcances. Gustavo Valencia García, Armenia.

Creo que no solo las buenas intenciones cuentan. Mientras que los colombianos no decidamos hacer cumplir las cosas y defender nuestros derechos, nada se verá. Alejandra Oñate, Bogotá.

Están legislando no sobre el derecho a la salud, sino sobre el derecho a la atención médica. Ese es el meollo del asunto: la salud depende de mucho más que ir donde un médico y obtener una receta, muchas veces innecesaria, y hasta potencialmente dañina. lgomezu (correo a El Espectador).

La salud sigue siendo un negocio y no un derecho, pobre pueblo. demevelu (correo a El Espectador).  

 

Las muñecas de la mafia

viernes, 20 de diciembre de 2013 Comments off

Gustavo Páez Escobar

El morbo de los televidentes se alimenta con series dramatizadas como la que Caracol Televisión pasó hace pocos años con el título de esta columna. Dicha escenificación obtuvo excelente rating, toda vez que el público goza con la frivolidad, las extravagancias, las ambiciones, los apetitos de comodidades y de sexo en que se mueven las bellas mujeres que cambian la vida sencilla para volverse compañeras sentimentales de los narcotraficantes.

Los reinados de belleza constituyeron uno de los motivos más genuinos de regocijo y emoción del país, como que en ellos se rendía homenaje a la mujer colombiana dotada de virtudes y radiante de encantos y se ponía a competir a las regiones en busca del trofeo nacional. A lo largo de los años, estos eventos fueron cambiando su esencia y se desviaron hacia la belleza artificial y los atributos ficticios. De pronto, el dinero corrupto hizo su aparición en estas fiestas del donaire y la gracia femenina y trocó la autenticidad por la artimaña.

Más adelante se sabría que narcos poderosos entraban a comprar reinas. El arma más efectiva para lograrlo era la seducción del dinero. El primer caso conocido fue el de Martha Lucía Echeverri, señorita Colombia 1974, que cayó en las redes de Miguel Rodríguez Orejuela, capo del cartel de Cali.

María Teresa Gómez Fajardo, señorita Colombia 1981, se casó con el rejoneador Dayro Chica, antiguo peón de la familia Ochoa, la que obsequió a la pareja un ajedrez de oro con la siguiente leyenda: “Para que usted vea cómo un peón se puede comer a una reina”. Más clara no puede ser la entrega de la mujer frágil, de la mujer fatua, a quien el mafioso seduce con el aroma de su fortuna. Ya lo dijo Jardiel Poncela: “Es más fácil detener un tren que detener una mujer, cuando ambos están decididos a descarrilar”.

Uno de los hechos más sonados en la crónica nacional es el de Maribel Gutiérrez Tinoco, señorita Colombia 1990, que renunció al título para casarse con Jairo Durán –alias el ‘Mico’–, su fuerte financiador en el mundo de la belleza. Ella se dejó deslumbrar por el derroche que surgía a su alrededor. La danza de los millones se hacía sentir también en las pasarelas. A pesar de que el nombre de la candidata tenía bajo perfil, resultó la ganadora. Y el concurso quedó desprestigiado. Dos años después, el ‘Mico’ caía abatido en una vendetta entre mafias.

Otro hecho que impresiona es el de la atractiva presentadora de televisión Virginia Vallejo, famosa en los años 70 y 80, que un día cambia su mundo de éxitos para unirse a Pablo Escobar. Muerto el capo, y cuando ella pasaba por serias dificultades económicas, publicó en el año 2007 el libro Amando a Pablo, odiando a Escobar, que se convirtió en Estados Unidos en el best seller número uno en español. La sombra de Pablo la ayudó a enderezar las cifras, pero no la honra.

Natalia París se casó a los 22 años con el narco Andrés David Mejía –alias ‘Julio Ferro’– y a los pocos años se produjo el asesinato de su esposo. Hoy dice en la revista Bocas que no se arrepiente de ese episodio, pues de dicha relación nació su hija Mariana. Y agrega: “Fue un capítulo en mi vida de niña rebelde y necia (…) Solo me importaba estar con el chico de moda, el guapito”. Desde entonces la persigue el fantasma de aquel suceso sombrío, por más que pretenda ignorarlo.

La lista es interminable y no se detiene. ¿Qué queda de todo esto? Un horizonte de ruinas morales y materiales y una Colombia desvertebrada. Falta preguntar en qué sociedad vivimos, cuando resulta tan fácil cambiar las normas de la compostura, del recto proceder y del camino correcto por el dinero fácil y la vida arrebatada, que solo dejan pesares y desgracias.

El Espectador, Bogotá, 22-VI-2013.
Eje 21,
Manizales, 21-VI-2013.
La Crónica del Quindío, Armenia, 22-VI-2013,

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Comentarios:

Se trata de esas mujeres que seguramente quedaron con dinero pero señaladas socialmente, con amistades derivadas de su relación de pareja. Creo que se convirtieron en mujeres superficiales, acostumbradas a vivir en mundos irreales «que solo dejan pesares y desgracias».  Amparo E. López, colombiana residente en Estados Unidos.

El Quindío actualmente pasa por esta terrible situación porque el narcotráfico no sólo ha contaminado a sus mujeres sino también a un amplio grupo de nuestra sociedad, la cual, ávida de riquezas fáciles, se entrega a los lavadores de turno. Raquel Martínez Aguirre, Armenia.

Ante  estas letras, el tema bien tratado y el mensaje bien logrado, solamente puedo decir: “de todo hay en la viña del Señor”. Pero el alma femenina  no deja de estremecerse ante una realidad tan cruda, que logra ilustrar semejante realidad. Marta Nalús Feres, Bogotá.

Qué recorrido tan triste el de esas bellas mujeres. Cada vez que me entero de desaciertos por parte del género femenino me siento casi que avergonzada, y en cualquier área que se presente: en los cargos públicos, en la banca, etc. Es indignante que la mujer actual no valore los sacrificios, humillaciones y falta de reconocimiento que padecieron millones de mujeres en el mundo, aun nuestras abuelas, y no hagan uso correcto de las inmensas posibilidades que hoy en día tenemos. Tantas mujeres que tuvieron, y algunas aún tienen, como únicas fronteras la cocina de sus hogares. ¡Da pena! Esperanza Jaramillo García, Armenia.

Siempre he creído en el trabajo honesto de una mujer, y siempre me han asqueado estas niñas modificadas a bisturí que se venden como ganado en feria, pero cada quien elige su vida. Le escribo también para decirle que le faltaron las mises de aquí de Venezuela que se han vendido a capos colombianos, y que luego se hacen las víctimas y los familiares salen llorando por tv. Lic. Dayana Castillo M., Venezuela.

Fácil es criticar a estas niñas cuya única salida de una vida de pobreza es su atractivo físico, ¿pero qué hay de banqueros, constructores, comerciantes, colegios, universidades, iglesias que se están enriqueciendo lavando los activos de los narcos? Ar mareo (correo a El Espectador).

Lo tremendamente triste es que los medios transmiten, a través de esas telenovelas, la idea de que esa es la ruta del éxito. La dignidad, la honestidad, la cultura, la rectitud, como dice el columnista, no quedan ni de últimos. El atajo es el camino, como ya se impuso también en el ejercicio de la política. ali cates (correo a El Espectador).

Al ver una reinita de turno sabemos que no ganó por su belleza y menos por su inteligencia, sino por el padrino o politiquero o mafioso que le compró el título. Las pobres niñas de este país quieren ser ricas y vivir entre lujos por la vía fácil. Los niños quieren ser lo más fácil, o policía o traqueto, o peor, futbolista, nada que tenga que ver con estudio y sacrificio. antónimo (correo a La Crónica del Quindío).

Con razón las llaman “chicas CDT” (carne de traqueto). Pablo Mejía Arango, Manizales.

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