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Tinieblas

sábado, 11 de febrero de 2012

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Fernando meditaba en lo inconsútil del hombre, mien­tras por la ventanilla del tren rielaba un atardecer huidizo entre las sombras del crepúsculo. Algunas lu­ces, tan fugaces como sus imprecisos pensamientos, le arrancaban nostalgia. Los rebaños corrían asustados como si desconocieran la rutina de la locomotora que bramaba en las vueltas del camino. El día anterior, en otro atardecer semejante, viajaba eufórico al pueblito montañero que ahora dejaba para siem­pre. Entonces las luces de las casas sembradas a la vera del monte le habían producido regocijo. Otro estado de ánimo había abierto el espíritu al soplo, a la caricia de la montaña.

Pero al regreso el mismo espectáculo lo afligía. Un viaje puede cambiar el rumbo de la vida. Lo cambió, para Fernando. Todo comenzó en forma simple y así mismo terminó. Fernando llegó al pueblito montañero en un viaje más, tan común como tantos otros. En poco tiempo estuvo en el hotel. Muchas veces había per­noctado allí y era tan grata la posada como si llegara a su propio hogar. El perrito pequinés, desmelenado y mu­griento, lo recibió en la puerta batiéndole la cola. Tan familiar era el huésped, que nadie se preocupaba por conducirlo, ni por llevarle la maleta, ni por posesionarlo del cuarto. Que lo hicieran con otros, menos con él, clien­te de preferencia.

El pequinés, correteando por la habitación y revolvién­dolo todo, hacía más agradable la llegada: así se alboro­zaba con su amigo, el más amigo de los clientes.

Poco es el equipaje de un corredor de comercio: unos catálogos ornados con figurines, un directorio de clien­tes, la factura vencida y de pronto el obsequio para la dueña de la posada. Fernando llevaba algo más y era el retrato de la esposa. Siempre lo colocaba en la mesa de noche. Rosaura, la hotelera, solía hacerle gracejos por lo que ella juzgaba, y casi le reprochaba, como una exageración.

—Es bonita —se defendía él.

En verdad que lo era. Y no sólo para los ojos y el corazón del amante, sino para los habitantes de la pen­sión que admiraban también la belleza y la lozanía plas­madas en la foto.

—Demasiado amor —decía Rosaura.

—Demasiado amor —confirmaba él.

«Pero más que amor —reflexionaba Rosaura—, ¿no será una manera de sentirse vanidoso exhibiendo una foto artística? La belleza se marchita, y si Fernando no ha traído a su esposa es por temor a defraudarnos».

Existen seres enigmáticos, y Fernando lo era. Silencio­so, taciturno, aunque capaz de extrovertirse con las travesuras del perro pequinés, poco lograba extraerse de su vida. Sólo se sabía de su devoción por la foto.

Rosaura era joven y hermosa. Coqueta y seductora. Y acaso su belleza era más fresca que la del cuadro. Sin embargo, su marido no le había levantado ningún nicho. Pero es que Fernandos no se consiguen a la vuelta de cualquier esquina. Su mutismo, su secreta pasión, lo ha­cían interesante. Y nació en Rosaura, con la compara­ción, envidia. Una envidia tonta, pero muy femenina. La envidia y el amor se unen cuando menos se espera.

En un minuto desocupó Fernando la maleta. El barullo de un agente viajero es incorregible. Da lo mismo tirar los zapatos encima de la cama recién compuesta, que embadurnar el sofá con la crema a medio enroscar. De lejos había saludado a Rosaura, y ella le había sonreído. Dos pasajeros más se inscribían en los registros del hotel mientras la dueña dejaba escapar la mirada, y con ella la imaginación, detrás de la silueta de Fernando que se había perdido en la semioscuridad del corredor. Los torrentes de la luna llena que aparecía a medias, como jugando entre los limoneros del patio, habían producido en el ánimo de Rosaura el súbito deseo de correr, de retozar.

Irrumpió de pronto frente a él. Usual la visita, aun en la hora avanzada en que ocurría: también pare­cía ser este uno de los privilegios del viejo cliente. Fernando apenas si se inmutó.

—¿Tan enamorado como siempre?

Esta vez se turbó. Hay proximidades que no pueden desconocerse. Era como pretender no ver la claridad de la noche, que había invadido su alcoba; o ignorar los destellos de dos ojos ansiosos que se posaban en él. Fina e intuitiva llegaba como un felino a acorralar la presa.

Si otras veces había sido escurridizo, ahora no se le es­caparía. Un solo zarpazo sería suficiente para clavársele en la sangre como un aguijón. Ante la hembra exuberan­te, estaba el hombre acobardado. La saliva le formó un nudo en la garganta y sus carnes se apretaron en lugar de erizarse. Retrocedía mientras ella avanzaba. Y se tra­gaba los ímpetus, ahogando los sollozos que le revol­caban el pecho. Era un animal arisco, pronto a escapar. Mas la retirada estaba cubierta. Un calor borrascoso le entró por el cerebro. Y un tibio aliento lo rozaba con invasión de espumas y temblores.

—¿No eres hombre? —lo estrujó ella.

Era como una bofetada. La carne se estremeció. Y an­tes de desbocarse fue capaz de preguntarle por qué tanto impulso, por qué tanto arrebato. Rosaura, por toda respuesta, deseó ser la mujer del cuadro.

—¿La mujer del cuadro? —se indignó Fernando.

El hombre apacible se convirtió en animal ra­bioso. La sensualidad se desbordó, impulsiva y colérica. Bajo ardores brutales se deshacía su virilidad y se volatizaban sus entusiasmos. A Rosaura se le antojó que aquella forma de entrega lo había herido y consideró que había profanado la sensibilidad escondida en el cuadro. Se sintió afrentada. Y retrocedió. Quiso él atraparla, envolverla, pero fue ella quien no se dejó esta vez acorralar. Lo miró con estupor, acaso con desprecio, y prefirió huir.

Mientras la brisa del monte se estrellaba al otro día contra la ventanilla por donde se precipitaban los tonos del atardecer, experimentó desolación y rabia. Pensó, con desasosiego, en su madre, que se hacía más cercana, en sus correrías, en aquella foto algo deslustrada por el paso del tiempo, pero siempre diáfana.

Y continuó meditando en su exagerado afecto. Sentimiento excesivo, si tantas inhibiciones le había ocasionado; absurdo, si prefería mentir y engañarse a sí mismo antes que con­fesar su decidida soltería. Recordó a Rosaura, esbelta y sensual, y se apenó. Era como si un arañazo se le clavara en el pecho y de nuevo le produjera agradable desa­zón. Podía apenarse a solas, si para Rosaura, y para tan­tas mujeres que habían pretendido acercársele, era un fracaso. Pensó, confusamente conforme, que acaso el afecto maternal estaba por encima de cualquier ape­tencia.

Y allá, en el pueblito que cada vez dejaba más lejos el tren, la dueña del hotel vaciaba la habitación, aún caliente, de estériles emociones. Tropezó de pronto con un elemento humillante. Era la foto que Fernando había dejado sobre el nochero. Hay celos gratuitos, rencores sin explicación, y explotan en el momento menos pensado. Habría que disculpar la furia con que Rosaura destrozó aquel objeto inanimado, hasta hacerlo trizas, si se acepta que los sentimientos son ciegos.

(Del libro El sapo burlón, 1981).

Aristos Internacional, n.° 28, Torrevieja (Alicante, España), febrero de 2020.

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