Elíxir de vida
Cuento de
Gustavo Páez Escobar
La silueta del viejo desapareció por la esquina. Frecuentemente recorría esa vía donde se ofrecían libros baratos, expuestos en burdos estantes o en el físico suelo, que miraba y manoseaba. Y luego de no adquirir ninguno, avanzaba con dificultad y se escurría con cierto aire que lo mismo podía ser de insatisfacción que de conformismo.
Diríase que el viejo era un intelectual arruinado, o un profesor jubilado, o un militar en retiro, o el saldo de alguna persona importante llegada a menos. Cualquiera de esas condiciones, y otras del mismo estilo, se imaginaban los siete u ocho vendedores callejeros, habituados a observar el recorrido del anciano entre tenderete y tenderete, por donde se detenía sobre cada libro en exhibición.
Podía ser también un cazador de joyas, de esas que agotadas en las librerías y desterradas del mercado regular sólo sería posible pescarlas en el revoltijo de cualquier esquina almacenadora de cancioneros de arrabal, de textos escolares mutilados por sucesivas generaciones, de revistas pornográficas, de manuales de ciencias ocultas o de esa, en fin, inclasificable gama que va del folleto ordinario hasta el best seller de actualidad.
Las sospechas de los vendedores parecían bien enfocadas. Y mantenían una coincidencia: se trataba de un personaje misterioso. Era, con todo, pésimo cliente, si nadie había logrado venderle mercancía alguna en los varios meses de sus constantes correrías, no obstante el esmero y la paciencia con que le complacían sus deseos y curiosidad.
No se conformaba él, como el común de la gente, con detenerse en los títulos, sino que repasaba las páginas, leía una frase o tomaba un apunte, y hasta rebuscaba, entre existencias encajonadas, algo que parecía habérsele perdido. Demostraba, en esta tarea de investigador, cierta impaciencia, cierto afán por desentrañar el tesoro. ¿Cuál tesoro? Sólo él lo sabía.
Rutina indescifrable la del vejete, encorvado y famélico, soñador y taciturno, que repetía la misma escena día tras día. ¿Buscaba un incunable? Era posible, pero ninguno de los comerciantes se atrevía a averiguarlo, pues su porte abstraído no se prestaba para intimidades. ¡Incunable! ¡Vaya absurdo más grande para estos menudos vendedores que apenas conocían textos corrientes, carcomidos y desbaratados!
Se había formado en la cuadra de los libros callejeros un raro ambiente de protección, con buena mezcla de afecto y algo de piedad hacia la soledad del viejo. Su escuálida figura, retocada con inocultables vestigios de gente distinguida, dejaba la sensación de uno de esos personajes nacidos en los libros de caballerías, de aventuras y misterio. Estos comerciantes, ignaros de literaturas encumbradas y vacíos de conocimientos elementales, resultan propagandistas expertos para colocar su mercancía. Repiten doctrinas extrañas con la misma familiaridad con que tratan a Julio Flórez, a Vargas Vila o a Jorge Isaacs, sólo por mostrar conocimientos.
Algún día tendría que enfrentársele uno de los vendedores al enigmático visitante. Se escogió a Edilberto, muchacho de veinticinco años, ágil de mente, refinado en sus modales, de fácil expresión y el más «erudito» para acometer la empresa. Con cuatro años de un bachillerato llevado a empujones, pero medio bachiller al fin y al cabo, y no medio analfabeto como sus colegas que apenas habían tenido escasos estudios primarios, Edilberto sobresalía con luz propia y era el líder de aquel pequeño mundo del comercio «intelectual», ubicado en calles y andenes y expuesto a sufridas intemperies, pero con humos de grandeza, por ser difusores de cultura.
Sería Edilberto, sin duda, hábil para dialogar con el anciano. Como la charla habría de conducirse a nivel intelectual para que suscitara interés y pudieran despejarse las incógnitas, se había metido en la mollera datos y minucias sobre los temas, los autores y el intríngulis de la mercancía, «su» mercancía, que era la que presentaba atractivo para las incursiones del viejo.
¿Sería doctor? No cabía duda. Los anteojos enmarcados en abultada montura de carey, el abrigo bien acolchado, la corbata sobria, la mirada profunda, la frente amplia, como signo de capacidad, el bigotillo esmerado, el andar metódico… todo, absolutamente todo, le ponía talante doctoral a la figura enjuta. Sería escritor, o filósofo, o periodista, o magistrado… Todo eso, y mucho más, cabía en persona tan respetable, tan culta, tan escondida en su sabiduría.
Mientras así divagaba Edilberto devanándose los sesos, el viejo se aproximaba a la caseta. Se apoderó del primer libro, pareció devorarlo con los ojos, lo contempló en absoluto mutismo, y pasó al siguiente. Buscaba, según parecía, novedades, y Edilberto las había preparado para retenerlo y evitar que pronto se deslizara al puesto vecino.
—¡La vorágine! —comentó Edilberto—. La última edición que ha salido. Y vea usted, doctor: la pasta es de lujo, el papel es satinado y tiene preciosas ilustraciones para hacer más amena la lectura. Por más conocida que sea, siempre será obra imprescindible en las bibliotecas cultas. ¡Qué fantástica imaginación la de «nuestro» José Eustasio Rivera! Veo la selva con su crueldad, con su violencia, con sus penalidades y sus atractivos…
—¡Ah, La vorágine! ¡La vorágine! —suspiró el viejo.
—Para usted le tengo un precio especial.
—¡La vorágine! —seguía suspirando, mientras tomaba otro libro.
—¡Love story! —anunció Edilberto—. El gran best seller. Ha batido todos los cálculos y se sigue vendiendo a millones en el mundo entero. Está traducido a ocho idiomas. ¡Tierna historia de amor! Un amor elemental, casi absurdo para el siglo veinte.
—¡El amor, el amor!… —puntualizó el viejo.
—¿Le gusta el amor, doctor?
La pregunta quedó en el aire y la mano nerviosa del anciano se había dirigido hacia la Celestina. Edilberto se sintió acomplejado. Había sido imprudente. Estuvo por unos instantes indeciso, pero reaccionó cuando notó que el anciano no mostraba ninguna contrariedad. Preguntarle a alguien que ha llegado a la edad tembleque si le gusta el amor, puede ser un desatino.
—¡Oh, Celestina! Fiel retrato de una época de vicios escondidos en los bajos fondos del siglo XV… Celestina, la alcahueta Celestina, me hace recordar a tanta comadre de nuestros días. ¿Verdad, doctor? El libro se ve viejo, como la edad a que pertenece, pero es una curiosidad de biblioteca. Ojalá usted, que conoce tantos libros, quiera ilustrarme sobre aquellos episodios oscuros.
—¡Celestina, la alcahueta Celestina!... —fue todo su comentario.
No por eso Edilberto se corrió. Miró al anciano y lo halló animado, en medio de su postración. Si de algo no había duda era de su decrepitud. Se notaba frágil. Sus dedos, rugosos y comprimidos, pasaban ahora con lentitud las páginas de Luz, la revista especializada en consejos sexuales, la de las píldoras mágicas contra la impotencia, contra la frigidez, contra el desamor, la biblia de cabecera sobre las técnicas de alcoba y sus eficaces mecanismos. Edilberto miró de reojo al viejo, que estaba absorto en una de sus páginas, y prefirió callar.
—Sin duda gusta usted, doctor querido, de las novelas de aventuras. Mire apenas algunas de mi abundante reserva: Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo, Doña Bárbara, Papillón, El padrino…
—¡Basta, basta! —interrumpió el viejo, y se alejó.
Su silueta se volvía más diminuta conforme se aproximaba a la esquina por donde siempre se esfumaba ante la mirada de los libreros. «Maldita sea», se rascó la cabeza Edilberto. Y pensó que hubiera sido preferible señalarle libros de ciencia, o de poesía, o de historia, o de ficción, y acaso de humor, material todo que tenía listo para pregonarlo como el cantante de específicos o como el enredador de baratijas.
Ya no dudaba Edilberto de que se trataba de un intelectual arruinado. Intelectual, por su aspecto; arruinado, por su renuencia a comprar algún libro. Aunque no descartaba tampoco que podía ser uno de esos personajes excéntricos que tanto abundan en las grandes ciudades. Así pensaba, dándole vueltas al asunto, cuando el chirrido de llantas que han frenado con brusquedad lo distrajo de su dubitación. La gente se arremolinó en torno al cuerpo que había quedado inmóvil, aprisionado por el peso del carro. Un chorro de sangre dramatizaba otra tragedia común.
Edilberto se irguió de puntillas, tratando de vencer las dificultades del tumulto que cercaba a la víctima. Eran como buitres que caían sobre la presa. Allí, menos solitario que antes, por estar ahora rodeado de una solidaridad novelera, pudo reconocer al viejo. Había quedado tal como era en vida: con cierto aire que lo mismo podía ser de insatisfacción que de conformismo.
Después, poco a poco, los curiosos se fueron retirando cuando el muerto había dejado de ser noticia. Todos parecían saciados con la novedad, y el suceso había perdido su lado llamativo. Quiérase o no, los muertos resultan atrayentes, a veces espectaculares, con cierto fondo folletinesco. Parecía un pobre diablo atrapado en la calle que se había aventurado a atravesar sin medir el peligro de curvas borrosas.
Sólo quedaron las autoridades y los vagos. Edilberto podía contarse entre los vagos, si por presenciar los movimientos policivos que se ejecutaban sobre el cadáver del transeúnte anónimo, por quien no pensaba hacer nada, desatendía su puesto de revistas, folletos y libros baratos.
La policía es experta en requisar, en un minuto, los cadáveres. Poco fue el inventario: un pañuelo, un papel con anotación de libros y autores, y en bolsillo del grueso abrigo, como todo capital, un billete de a peso y una moneda de veinte centavos. Algo más, aunque demasiado deteriorado: la licencia de conductor. Era el carné de chofer público, que debió serlo algún día el anciano.
¡Un chofer, un ciudadano raso!… A Edilberto se le ensancharon las pupilas. ¿Y el catedrático, y el escritor, y el filósofo, y el personaje inmenso que aparecía detrás de las gafas abultadas y el porte doctoral? Las letras del nombre se habían desdibujado y no fue posible recomponerlas, pero el retrato dejaba adivinar una lejana época del viejo.
—¿Alguien conoce a este individuo? —preguntó el patrullero.
El silencio fue unánime. La policía, con todo y ser tan hábil, no había levantado completo el inventario, y Edilberto ayudó a incluir otro objeto que permanecía oculto a un lado del cuerpo. Era el libro de pastas sucias y hojas mutiladas, con este título desacoplado: Cómo ser joven a los cien años.
Antes de retirarse, le cruzó las manos sobre el libro, encima del pecho. No supo Edilberto en qué instante se lo había embolsillado el viejo. Fue seguramente cuando nombraba de afán a Los tres mosqueteros, y a Doña Bárbara, y al Conde de Montecristo... Poco le importaba perder el libro, que al fin y al cabo era pacotilla, por más cotizado que lo fuera del grueso público. Sintió, en cambio, frustración por sus fallidos intentos de confesar al viejo, de desentrañar su misterio. Y desazón por la burla de éste al llevarse, furtivamente y en sus propias narices, un elíxir de vida, sin dejarle una simple tarjeta de identidad.
(Del libro El sapo burlón, 1981).