Conmoción ante el secuestro
Por: Gustavo Páez Escobar
El rico, el pobre, el anciano, el niño, el político, el ministro, el alcalde, el policía, el estudiante, el sacerdote, el comerciante, el ama de casa, el ciudadano común, todos en Colombia somos secuestrables. Más aún: somos ciudadanos de desecho. Se secuestra lo mismo al gobernador de Antioquia, al ex ministro de Defensa y a la candidata presidencial, que al humilde campesino, al chofer asalariado y al desprevenido transeúnte de la carretera.
Quien caiga en la trampa, posea o no capacidad económica, es materia de comercio. En Colombia hay dos desaparecidos diarios, de todas las edades y todas condiciones sociales. Nadie vive en paz, porque la inseguridad se adueñó hace mucho tiempo de la vida cotidiana.
Esto parece una feria pecuaria, donde la mejor res es la que tiene mayor precio, pero a todas se les puede sacar alguna utilidad. Explotar el dolor es negocio rentable. Y negociar la vida, por más indigno y degradante que sea, suele ser la única manera para sobrevivir. Así se estimula la industria del secuestro, cuando lo que se busca es terminarla. Por las carreteras, que ahora trata de recuperar el presidente Uribe, se transita con miedo. Por las calles urbanas, con pavor. El pánico se apoderó de la vida nacional. En cualquier vuelta del camino puede aparecer el lobo.
En ciudades y pueblos se vive expuesto al zarpazo sorpresivo, a la explosión o la bala. Si se mata por cualquier cosa, también se secuestra por cualquier cosa. La vida no vale nada. Es tanta la proliferación de este delito, que hasta los familiares se olvidan del pariente en desgracia. En las poblaciones se pierde la memoria de las personas retenidas, y a veces muertas en el paraje menos pensado. En alguna forma, nos hemos embrutecido.
El Tiempo publica todas las semanas una lista de los desaparecidos, recientes y antiguos (y muertos, por qué no), con las fotos de las víctimas y la narración de las circunstancias que rodearon el suceso, para que la gente ayude a localizarlas. Esto parece el muro de la infamia.
Sobre Ancízar López, ex gobernador del Quindío y ex presidente del Senado, no se ha vuelto a saber nada, si es que alguna vez se supo algo cierto en el largo tiempo que lleva secuestrado. El padre Gabriel Arias, destacado miembro del clero quindiano, salió por los caminos azarosos a negociar con los plagiarios la libertad del otrora poderoso cacique de la región, y lo mataron. Nadie sabe si quienes retienen al político y hacendado (o ya lo mataron) son guerrilleros o delincuentes comunes.
Tal vez el único que lo sabía era el intrépido mediador eclesiástico, y por eso lo silenciaron: para que no hablara. La vida no vale nada: ni para el preso en la espesura del monte, ni para el que va a liberarlo.
¿Hasta qué extremo hemos llegado? ¿Qué maldición cayó sobre el suelo de Colombia? ¿Por qué esta desgracia apocalíptica? ¿Cómo aceptar tanta muerte y tanta impunidad? Pero hay que admitir que llegó un Presidente valeroso, dispuesto a jugársela toda, a emplear las armas legales y el imperio de la autoridad, y a quien no le tiemblan la mano ni el espíritu para garantizar la vida, honra y bienes de los ciudadanos. El país respira ante esta luz de esperanza, pero sabe que falta mucho camino por recorrer para alcanzar la paz. ¿Podrá esperarse que los subversivos comprendan que deben ponerle término a su acción demencial?
En estos días ha vuelto a hablarse de la ley de canje como medio para que cesen los ataques guerrilleros. Es fórmula controvertida y peligrosa, porque perpetuaría el secuestro. Podría intentarse con fines humanitarios y por una sola vez, sobre la base de que no se permita la libertad de delincuentes condenados por delitos de lesa humanidad. Las armas enfrentadas no lograrán nunca la paz. Cuando de por medio hay problemas sociales y aparentes conflictos insalvables en las dos partes, las vías de la solución las da el diálogo.
Diálogo que se agotó en el pasado gobierno y que ojalá volviera a abrirse en el actual, si la guerrilla acepta las condiciones que fija el Presidente. De no ser así, seguiremos en guerra. Seguirán los secuestros y las asonadas. Ojalá algún día, con el concurso patriótico de todos, llegara a desterrarse el concepto de que la vida no vale nada, y pudiéramos decir: ¡Vale la pena vivir en Colombia!
El Espectador, Bogotá, 30-I-2003.