Disolución de los partidos
Por: Gustavo Páez Escobar
La principal lección que dejan estas elecciones es la que muestra el desgano del país frente a los partidos tradicionales. La gente ha dejado de creer en ellos y ya no se interesa por los rótulos políticos, sino por los méritos o los presuntos méritos de los candidatos. Nunca se había visto tal proliferación de aspirantes, ni nunca tanta dificultad para escoger. Si para elegir 268 congresistas se presentaron más de 1.000 listas, es evidente la falta de cohesión y de fuerza de convocatoria que existe dentro de las colectividades históricas.
No hay duda: los partidos Conservador y Liberal han perdido simpatías entre los electores. Dos simples hechos lo demuestran: 1) el aumento del «voto de opinión», que obtuvo las mayores votaciones con nombres independientes como los de Antonio Navarro, Luis Alfredo Ramos, Gustavo Petro, Germán Vargas, Samuel Moreno, Carlos Gaviria y Gina Parody, y 2) el alto índice de abstención y los votos en blanco, hecho que puede interpretarse como rechazo de las prácticas clientelistas y desencanto por el ejercicio inoperante del poder.
No es válida la tesis de la superioridad liberal expuesta por el candidato presidencial, ya que las mayorías las cusieron los adherentes del candidato ultrapartidista, si bien la “operación avispa» permitió aparente ventaja de esa estrategia electoral, que quebranta la voluntad mayoritaria de los sufragantes.
Cansado el electorado de las promesas que nunca se cumplen, hastiado de oír los mismos pregones en cada elección y de ver las mismas caras de los demagogos de siempre, se ha rebelado contra el continuismo. Retando las reglas de su colectividad y sin claudicar de sus creencias liberales, Álvaro Uribe Vélez ha conseguido con su candidatura disidente el mayor caudal de opinión que jamás haya logrado ningún otro aspirante a la Presidencia.
Este fenómeno significa una rebeldía rotunda contra el establecimiento –o «el régimen», en boca de Álvaro Gómez Hurtado–. Como las soluciones sociales han dejado de darlas los dos partidos, y la corrupción, los abusos y las injusticias han crecido bajo el amparo o la indiferencia de las mismas agrupaciones, el electorado tiene el legítimo derecho de protestar después de infinitos años de frustración.
En la propaganda artificial de varios de los aspirantes al Congreso se dejaron translucir los procederes que ellos mismos practican en las corporaciones públicas. Uno de esos pregones decía que llegará al Senado a «cazar ratas», y aparece en la foto con dos gatos en las manos. A lo largo del país, las figuras de perros, conejos, gatos, ratas y otros especímenes parecían indicar que no se trataba de una justa democrática sino de una feria de animales.
En cualquier forma, no hay nada que se parezca tanto al país como el Congreso, elegido por el propio pueblo y, como tal, forjado a su imagen y semejanza. De lo que se trata ahora, según el sentir de la inmensa mayoría de los colombianos, es de reformar las costumbres políticas para que los partidos vuelvan a ser verdaderos voceros y orientadores de la democracia, a fin de conquistar el prestigio perdido.
Los partidos históricos, que se consideran –o se consideraban– propietarios de las entidades de representación popular, hoy no tienen dolientes y están apabullados por los acontecimientos. Este hecho se refleja en reciente encuesta, según la cual, el 24 por ciento de los consultados expresó opinión favorable hacia el Congreso y el 57 por ciento, desfavorable. Es la entidad más desacreditada del país debido a los escándalos de corrupción, malos manejos y carencia de planes efectivos de progreso nacional.
Mientras Colombia no sea replanteada con un nuevo ordenamiento social y económico, la gente seguirá escéptica. Después de esta contienda electoral y de la que llega para Presidente, los dos partidos quedan sepultados bajo la realidad de su atomización, provocada por sus errores crónicos y por la falta de compromiso con el país.
El Espectador, Bogotá, 14-III-2002.