Día del Periodista
Por: Gustavo Páez Escobar
Hoy, Día del Periodista, amanecí sin tema. Es sábado, y en este día acostumbro escribir la columna semanal de El Espectador. Repaso mi libreta de apuntes en busca de luces, pero no encuentro el hilo conductor para forjar mi artículo. Un escritor con la mente en blanco, y sobre todo un periodista sin ideas en su día institucional, es un desastre.
De repente, me acuerdo de mis remotos orígenes en el periodismo y me digo con ánimo triunfal, como si hubiera aparecido la llave perdida, que el tema está a la mano. Voy a localizarlo en el viejo legajo que mantengo protegido contra la pátina del tiempo. Contar la historia de mi nacimiento en el periodismo será motivo noble para recrear la mente, y la ocasión servirá además para rendir tributo a los periodistas en esta fecha que les hace revivir, como a mí, los propios principios y las propias convicciones.
En Tunja, hace 47 años, escribí por primera vez un artículo de prensa. No es usual que un muchacho que no ha llegado a los 20 años de edad tenga tal inclinación. Si la tiene, posee sin duda esa llama interna que se conoce con el nombre de vocación periodística.
En 1955 circulaba en Tunja un periódico mensual que poca gente recordará hoy en la comarca boyacense: El Momento, fundado por Alberto Mantilla Vargas, oriundo de Norte de Santander y líder estudiantil de la Universidad Tecnológica y Pedagógica, que se dio el lujo de crear su propio medio de comunicación en una ciudad monacal, sumida en los rezos y el silencio, y donde sólo existía El Demócrata, periódico perseverante del político Antonio Ezequiel Correa.
Varios jóvenes simpatizamos con la gaceta de Mantilla Vargas y formamos un grupo de solidaridad hacia su valerosa empresa, convirtiéndonos no sólo en sus colaboradores permanentes, sino en abanderados de su idea audaz. Mantilla Vargas, gran relacionista y hombre creativo y batallador, se abría campo en los círculos boyacenses con su dinamismo y su don de gentes, y así mismo conseguía la publicidad para hacer posible la vida del periódico. Se trataba de una publicación pulcra y bien elaborada, cuyo enfoque certero de los asuntos regionales le hacía ganar crecientes simpatías.
La vida de El Momento fue efímera. Es lo que suele acontecer con los periódicos de provincia. El propio nombre de la gaceta parecía reflejar la fugacidad de aquel esfuerzo colosal y solitario. Pero el entusiasmo y la porfía de quienes colaborábamos con la empresa, movidos por el ardor vitalizante con que ejercíamos nuestro cometido, nos causaba satisfacción.
Cuando apareció el último número y días más tarde salí de Tunja hacia otras latitudes, deposité en el fondo de un baúl de recuerdos juveniles, que una amiga se ofreció a cuidarme hasta mi regreso, los doce o quince números que constituían la colección. Al reclamar años después mi archivo secreto (donde además había guardado los borradores de mi primera novela), experimenté dolor profundo al descubrir que la humedad inmisericorde de Tunja había destruido todos los ejemplares. ¡De mis primeros pasos por el periodismo no quedaba nada, excepto el recuerdo!
Mucho tiempo después, en Bogotá, me tropecé un día con Alberto Mantilla Vargas, en medio del atafago estrujante de un ascensor. El feliz encuentro nos hizo retroceder en el tiempo para rememorar con emoción aquellos intensos días de agitación intelectual en la ciudad de Tunja, que le dieron vida a un sueño perenne: este sueño que no ha logrado desvanecer el paso voraz de los años.
El amigo se había graduado de abogado y ejercía su profesión en el edificio donde por accidente volvimos a encontramos. Le pregunté si conservaba los doce o quince ejemplares evaporados por el frío tunjano, y me dijo que los de él también habían desaparecido.
No sé si alguien posea algún vestigio de aquel momento fugaz del año 1955, vivido por un grupo de quijotes en la apacible capital boyacense. Es posible que la memoria sobre ese hecho remoto se haya borrado y sólo quede la semilla que vuelve a germinar hoy (47 años después), Día del Periodista, con la presente evocación.
El Espectador, Bogotá, 14-II-2002