Un día sin carro
Por: Gustavo Páez Escobar
Un día sin carro en Bogotá es una bendición del cielo. Hoy la gran urbe, bulliciosa y caótica, que por primera vez inmoviliza sus 800.000 vehículos particulares, amaneció transformada. Casi no se siente. Se volvió silenciosa, lo que es mucho decir. Pero es cierto. Al cambiar de rostro y de caminado se nos volvió irreconocible.
Y hasta cambió de color: predomina el amarillo, que se desliza por las calles en los 53.000 taxis que desde las cinco de la mañana recorren la ciudad en todas las direcciones, junto con los 20.000 buses y busetas que transportan a los habitantes a sus sitios de trabajo. Ni pitos, ni sirenas, ni congestiones en los paraderos, ni trancones. ¡Increíble!
Bueno: digamos que no faltan los trancones en algunos sitios neurálgicos, pero producidos por las obras en marcha y los huecos infinitos que brotan por doquier como por magia diabólica. Ha habido problemas, claro, pero el ensayo vale la pena.
La Alcaldía puso a rodar buses gratis, y éstos llevan cupos normales como si no se tratara de un día anormal. El tren ha recogido gente madrugadora desde los puntos más apartados. Desde la ventana de mi apartamento siento cierta envidia por la euforia colectiva con que los raudos pasajeros del ferrocarril retan el día sin carro.
Las ciclovías, con sus innumerables y entusiasta usuarios, están de fiesta. El personaje es la bicicleta. Los que no sabían montar en el dinámico aparato ya lo aprendieron. No solo se trata de gente del montón, sino de ejecutivos, empresarios, eclesiásticos, algunos políticos disfrazados, y hasta el propio doctor Peñalosa, el Alcalde sorprendente que se sale con las suyas al poner a meditar a los bogotanos, de hoy y de mañana, sobre los riesgos de la inmensa metrópoli que amenaza, con sus hábitos letales, la vida de cerca de siete millones de habitantes, víctimas del ruido y la contaminación.
Este día sin carro en Bogotá descubre muchas cosas. La más importante de todas: que hay que repensar la ciudad como sitio humano y hospitalario, en lugar de agresivo e invivible, como lo es hoy. A los bogotanos les ha gustado el experimento. Por lo tanto, es posible que sean ellos mismos los que pidan la repetición. Las encuestas que van a realizarse serán el mayor termómetro de la opinión.
Como ha sucedido en varias ciudades europeas, nada de raro tiene que en Bogotá y en otros lugares del país se imponga freno al vehículo particular para favorecer el bienestar colectivo. Tal vez el país campeón en este terreno es Holanda, que cuenta con cómodas y seguras ciclovías a lo largo de sus carreteras, y que, con quince millones de habitantes, tiene dieciséis millones de bicicletas. Felicitaciones a nuestro alcalde Peñalosa por su osadía y su visión de futuro.
La Crónica del Quindío, Armenia, 27-II-2000.